Es bien sabido que no existe un criterio universalmente aceptado de lo que es bueno o malo, o de lo que es mejor y peor, ya que depende de las categorías éticas de cada cual. Por ello, no debe extrañar a nadie que, en el caso de las escuelas, existan serias discrepancias en los discursos y en los baremos utilizados para su catalogación. Para algunos expertos, las mejores escuelas son las que obtienen resultados más elevados en las pruebas empleadas por la OCDE (los famosos informes PISA), mientras que para otros son las que no respetan las prescripciones curriculares emanadas de los gobiernos elegidos democráticamente. Ambos criterios son defendibles y, además, no son tan antitéticos como a primera vista puede parecer.

Mucho menos defendible me parece el hecho de que algunos expertos consideren que el rasgo más genuino y diferencial de las mejores escuelas es su propósito de cambiar el mundo, entre otras razones porque esa no es la misión de ninguna escuela, ni tampoco disponen de los recursos indispensables para alcanzar ese pomposo objetivo. La historia demuestra por activa y por pasiva que el objetivo fundamental de las escuelas de la primera generación fue conseguir la mayor diferenciación posible de los niños y jóvenes pertenecientes a las familias con mayor capacidad de renta con respecto a los de menor capacidad. Por su parte, el fin último de las escuelas de la segunda generación (las creadas para responder a la escolarización obligatoria impuesta por ley) es preparar a los niños y jóvenes para que estén en condiciones de satisfacer las demandas sociales, económicas, políticas y morales de la sociedad. Por esa razón, tanto las organizaciones religiosas como las políticas han tratado siempre de controlar las escuelas con el fin de inculcar a los alumnos sus particulares creencias y valores.

En los últimos años, como consecuencia del relativismo postmoderno que inunda la vida y costumbres de la humanidad, esa secular lucha de las organizaciones religiosas, políticas y económicas por el control de la escuela ha sido resuelta mediante la aceptación simbólica de un pacto educativo entre dichas fuerzas sociales, consistente en permitir de forma legal que los gobiernos paguen con los impuestos de toda la ciudadanía los costos de las escuelas públicas y de las escuelas privadas confesionales, permitiendo a su vez la existencia de escuelas de élite para las familias más pudientes económicamente hablando.

Y por si todo ese equilibrio no fuera suficiente, los gobiernos permiten que los docentes más inquietos dispongan de un pequeño número de escuelas innovadoras en las que los hijos e hijas de determinadas familias juegan a expresar sus opiniones en asambleas pedagógicas, trabajan en atractivos proyectos grupales y aparentan que se saltan las prescripciones curriculares impuestas por la legislación vigente.

Si, tal y como demuestra la historia, no pueden existir ningunas escuelas que escapen al control de las fuerzas políticas, sociales y económicas mayoritarias en cada país y momento histórico, resulta difícil aceptar que las mejores escuelas son las que intentan cambiar el mundo. Más lógico es aceptar que las mejores escuelas son aquellas que han dejado de lado una serie de mitos terriblemente dañinos para los niños y que, por el contrario, funcionan respetando los modelos didácticos y organizativos que favorecen el aprendizaje significativo y relevante, aumentan la motivación del alumnado, fomentan la adquisición de habilidades sociales y favorecen el desarrollo de todos los tipos de inteligencia existentes. Por fortuna, hoy se sabe cuáles son esos modelos didácticos y organizativos, como asimismo que son posibles de aplicar en cualquier escuela siempre que exista un profesorado debidamente formado y motivado, coordinado por un equipo directivo con capacidad de liderazgo transformador.

Ponen en práctica el agrupamiento heterogéneo de los alumnos, lo cual exige suprimir el agrupamiento por cursos. Convierten en realidad el trabajo en equipo del profesorado, lo cual implica, además de la departamentalización, trabajar varios profesores en una misma aula de forma simultánea. Han roto con el mito de que existe un número mágico de alumnos por aula y, en su lugar, modifican el número de alumnos participantes según sea el tipo de actividad. Han dejado de creer que el fracaso escolar se elimina con diagnósticos psicopedagógicos cada vez más precisos, con más profesores especialistas en dificultades de aprendizaje, obligando a repetir curso a los alumnos más retrasados, o situándolos en aulas y colegios especiales. Ponen en práctica el aprendizaje cooperativo, lo cual es algo mucho más complejo que el desarrollo de proyectos en los que trabajan varios alumnos en equipo. Dan tanta importancia, o más, al cómo que al qué, lo cual conlleva enseñar a los alumnos las estrategias de aprendizaje más apropiadas para la resolución de cada tipo de problema, sin olvidar la importancia que tiene el dominio de los niveles curriculares impuestos por las administraciones públicas.

*Catedrático jubilado. Universidad de Zaragoza