La NBA, el ejemplo más perfecto de cómo convertir una Liga en un producto global, acuñó hace muchos años un lema que ha hecho fortuna: where amazing happens (donde ocurre lo asombroso). Un gancho promocional maravilloso, casi un hechizo que ha hipnotizado a millones de aficionados por todo el planeta. En un mundo mucho más terrenal, el Real Zaragoza necesita también que ocurra algo asombroso en la recta final de esta temporada para que el proyecto que nació el pasado verano no se descosa por excesivas costuras en junio.

Cuando Cristian Álvarez renueve de manera automática por partidos jugados, el club tendrá en nómina a 20 jugadores con contrato en vigor para la próxima campaña. Eso, que sería una magnífica noticia si el rendimiento de todos ellos fuese superior al que está siendo, más parece ahora mismo una pesadísima hipoteca para desarrollar con éxito la segunda fase del proyecto que una buena nueva. Salvo, claro está, que las incorporaciones sean tan diferenciales que, por sí mismas, cambien la cara de todo el equipo.

En Alcorcón, donde Natxo González se oyó los primeros gritos serios de reprobación de la grada, el Zaragoza fue el mismo que muchas veces en esta Liga: frágil atrás, casi inofensivo en ataque. El punto es extraordinario porque imposible era aspirar a más. El club ha tomado este año como base de crecimiento para el futuro, para trabajar con un grupo joven y desarrollarlo. La idea era estupenda. No está tan claro que los mimbres seleccionados para la aventura sean los adecuados. Salvo que ocurra algo asombroso.