Cuando son tantos quienes lloran la muerte de un hombre, este no desaparece, pues vive en el recuerdo de multitud de corazones y, sin duda, se trata de un virtuoso que supo conquistar el cariño de los demás y que transitó por el mundo apoyado en el báculo de la humildad.

Antonio Mingote fue sumamente querido en Aragón, donde transcurrieron su niñez y su juventud y de donde era oriundo su padre; también fue muy estimado en Cataluña, tierra donde por primera vez vio la luz; en Madrid, donde ejerció su profesión y alcanzó la fama, y dondequiera que fuese, por su carácter apacible y bondadoso temple. Antonio, de formación autodidacta, destacó muy pronto como un maestro del dibujo, pues tan solo contaba trece años cuando publicó su primera obra; puede considerársele como un artista afortunado, capaz de vivir con holgura merced a su talento en un mundo escasamente proclive a facilitar la existencia de los creadores. Y se hizo acreedor de numerosos galardones y reconocimientos, entre ellos una merecidísima Medalla de Oro al Mérito en el Trabajo, el doctorado Honoris Causa por la Universidad de Alcalá de Henares y el título de Marqués de Daroca, otorgado por Juan Carlos I. Miembro de la Real Academia, donde ocupaba la letra "r", Mingote fue escritor, guionista, periodista, diseñador y, sobre todo, humorista, que se forjó en La Codorniz y culminó su carrera en ABC, donde solo la muerte, a los 93 años, pudo interrumpir la publicación de su viñeta cotidiana. Decía disfrutar tanto con su trabajo que, para él, no constituía una carga, sino una celebración; todo hace pensar que así era, realmente, para este paladín del humor que osaba contagiarnos su risa sincera y una visión socarrona de la existencia.