En los últimos tiempos, proliferan en nuestros tribunales demandas por atentar contra los sentimientos de ciertos colectivos. En realidad, habría que decir que se refiere en exclusividad a los que atentan, presuntamente, contra una sensibilidad concreta, la religiosa y, más específicamente, la cristiana. No cabe ninguna duda, desde una perspectiva racional, que legislar sobre sentimientos y sensibilidades carece de todo rigor racional, pues los sentimientos y sensibilidades son singulares y cada uno puede sentirse ofendido por motivos muy dispares. Si tuviéramos que llevar a los juzgados todo lo que nos ofende en nuestra vida cotidiana, se generaría un enorme colapso judicial. Aunque probablemente, el predominio en nuestra judicatura, como demuestran los hechos, de una línea religiosa y cavernaria, daría como resultado la aceptación en exclusiva de aquellas que ofenden a sus sentimientos religiosos, dando muestra de la falta de parcialidad que se les exige.

En ese sentido, ¿cabría plantear una denuncia contra la monarquía por lesión de los sentimientos democráticos? Dado que la monarquía borbónica se reinstaura en connivencia con la criminal dictadura franquista, pudiera ser entendible que a muchos ciudadanos demócratas la sola referencia a la monarquía borbónica nos produjera sarpullido en nuestra sensibilidad. Adelantaré que no me parece adecuado seguir esa línea de actuación, por cuanto, insisto, sobre sentimientos y sensibilidades no se debiera legislar.

Otra cosa es que sometiéramos a juicio político la monarquía como resultado de un atentado no contra sentimientos, sino contra la inteligencia. Pues, efectivamente, la monarquía es una forma de estado que atenta contra la inteligencia. Bien pudiera ser que en otras épocas, dominadas por la superstición y la religión, se entendiera que existían individuos privilegiados por su vínculo directo con los dioses, vínculo que transmitían de generación en generación. Así justificaban, por ejemplo, los reyes griegos su poder, al presentarse como hijos de los dioses. Procedimientos semejante al empleado en época medieval pero que ya la Modernidad comenzó a cuestionar como consecuencia de la importancia que adquiere la razón, no la religión, en todos los órdenes de la vida. Pero claro, en el siglo XXI seguir haciendo depender la jefatura del Estado de unas determinadas relaciones sexuales, entra en el terreno de lo grotesco.

Tomadas así las cosas, y poniéndonos en la delirante e infantil lógica monárquica, cabría preguntarse hasta qué porcentaje la filiación monárquico-divina mantiene su eficacia. Quiero decir que, dado que nuestra monarquía ha dejado de entender que los matrimonios se han de producir entre seres de estirpe divina y ahora es posible el acceso de plebeyos a la más alta magistratura del Estado, la sangre real entra en un proceso de deterioro, de pérdida de pureza, que pudiera ser causa de impugnación de la Monarquía. Porque, dadas las actuales circunstancias, la futura heredera al trono ya solo contará con un 50% de sangre real, el azul de la misma adquirirá unos tintes morados, al haberse adulterado con sangre roja, plebeya. Pero preveamos que el proceso continúa y que nuestra futura reina se casa con otro plebeyo: ya estamos en un 25%; el siguiente paso nos sitúa en un 12,5%, a continuación un 6,25, en una dramática progresión. Todo esto dando por bueno que entre los antepasados del actual monarca no se haya producido ya alguna adulteración, cosa que no sería extraña dada la historia de devaneos e infidelidades que caracteriza a los borbones. Así que, ¿dónde colocar el límite que garantiza la eficacia monárquica? ¿Un 30%, por decir una cifra, sería aceptable? La duda me reconcome.

Aunque visto que la única de la familia que sabe hablar en público sin trastabillarse y sin leer lo que otros le han escrito es de origen plebeyo, quizá precisamente la única manera de salvar la monarquía sea reduciendo al mínimo la impronta borbónica. En todo caso, y para enlazar con debates más actuales, lo que sí queda claro de las diferentes competencias lectoras y expresivas del Rey y la Reina es la superioridad de la Escuela Pública sobre la privada. Es decir, que para tener una monarquía más ajustada a los tiempos (si es que esta expresión tuviera algún sentido), se aconsejan dos estrategias: institucionalizar los matrimonios plebeyos y llevar a los infantes a la Escuela Pública. Nos saldrán más baratos y quizá hasta aprendan a redactarse un discurso.

Pero, ya puestos, lo más sensato sería mirar el reloj de la historia, ponerlo en hora y proclamar la República. Por cierto, feliz 14 de abril.

*Profesor de Filosofía.

Universidad de Zaragoza