En Madrid, muchos de mis colegas habitan una burbuja infernal donde la inteligencia y la independencia se cuecen a fuego lento en un caldo de prejuicios, presiones y esa especie de pensamiento único capitalino cada vez más virado a la derecha. Y conste que, si esto ocurre en el kilómetro cero, no les digo lo que hay en la otra gran urbe, Barcelona, donde la Generalitat moviliza (y paga) el agitprop independentista, mientras Soraya Sáenz de Santamaría hace lo propio con el argumentario españolista.

En medio de este delirio, los escándalos y sus efectos colaterales van y vienen como una especie de monstruos antropófagos. Y se retuercen unos con otros hasta que ya no sabes quien es quién. Es lo que pasa ahora mismo con Montoro y Soria. El primero ha sido reprobado por el Congreso y el Constitucional ha rechazado de plano su amnistía fiscal, hecha a la medida de evasores y sinvergüenzas; el segundo, después de todo aquel barullo off-shore, sus evidentes mentiras y la posterior dimisión, ha escrito unas memorias en las que, al parecer, se autopresenta como víctima del otro, quien habría filtrado datos sobre cuentas en Suiza y otros asuntillos de su familia para acabar de echarlo fuera del Gobierno Rajoy. Vaya dos pajaritos.

Lo alucinante es que Soria, para exaltar su presunta honestidad, va a contar cómo las eléctricas le llevaban proyectos de ley ya redactados o cómo, según dice, los principales canales televisivos le pusieron la proa con la complicidad... de su vicepresidenta, la ya citada doña Soraya.

Bueno... Siempre nos quedarán Trump y sus excesos parafascistas para definir lo políticamente incorrecto. La marca España, mientras tanto, sigue acumulando triunfos: la Comisión Europea duda de que la proyectada ayuda salarial para contratos a jóvenes sirva para algo, y el senador del PP Pedro Agramunt ha sido reprobado por la Asamblea del Consejo de Europa que presidía (le acusan de estar a sueldo de Azerbaiyán). Acabaremos medio majaras, los de Madrid, los de Barcelona y, justo en en medio... los de Zaragoza.