Cualquier espectáculo implica una premisa básica e inicial: el respeto hacia quien lo ejecuta. Desde un número circense a la interpretación de una sinfonía, pasando por una tragedia de Shakespeare. Pero no solo eso. Está también el respeto hacia el resto de los asistentes. Y aún más: la propia conciencia de que nos hallamos ante un hecho único e irrepetible --la función, el concierto-- que necesita de la colaboración del público para convertirse en esa comunión casi religiosa con que Vittorio Gassman definía al teatro.

La proliferación de actitudes irrespetuosas cada vez es más frecuente y oscila entre la pura inercia por habitar otros mundos y la simple mala educación. El teléfono móvil ha irrumpido en el mundo del espectáculo, no solo por la presencia incómoda del ruido de una llamada intempestiva, sino también por la constante luminosidad de la pantalla de aquel que es incapaz de disfrutar del momento. En los conciertos multitudinarios, la molestia es de otro tipo: nace de la necesidad de comunicar de inmediato a otros que estamos allí y que vivimos la música- sin vivirla, claro.