Que la imagen sea una cuestión de cardinal importancia en nuestra acomodada sociedad, nadie lo pone en duda. Pero, a la vista de la proliferación de espejos y del uso que de ellos se realiza cotidianamente, más bien se diría que por imagen se entiende fundamentalmente el cómo nos vemos, en lugar del cómo nos ven. En cualquier caso, solo cuenta la apariencia, la aspiración a mejorar de aspecto y corregir cualquier defecto, real o imaginario. Toda la industria estética, inmensa, se basa en satisfacer ese afán de ofrecer una representación de nosotros mismos afín a un modelo de belleza autoimpuesto, constantemente iluminado por el fulgor de las páginas rosa, de famoseo y corazón. Además, envejecer es tabú; poco tiene, pues, de extraño que la investigación científica dedique enormes recursos a eliminar arrugas ni que se perciba la cirugía como un mero -aunque carísimo- trámite sin riesgos ni secuelas para prorrogar una inmadura juventud; ese es el precio que Narciso ha de pagar para seguir mirándose con deleite en un vidrio azogado. Resulta muy delicado cuestionar los actos de quienes toman libre y conscientemente sus decisiones, sean cuales fueren sus razones, que solo a ellos atañen. Pero, desde una perspectiva global, no deja de parecer deplorable el recurso al quirófano con el nimio pretexto de mejorar la imagen, así como que la investigación dedique tan cuantiosos recursos a finalidades accesorias en lugar de orientarlos, por ejemplo, a combatir el cáncer, una enfermedad de la que se asegura que muy pronto llegará a afectar a la mitad de los hombres y a una de cada tres mujeres a lo largo de su vida, muchas de esas mismas personas hasta entonces muy preocupadas por preservar a toda costa una fisonomía acorde con su ideal estético.

*Escritora