Hay, a mi juicio, muchas formas de definirnos. La más básica suele ser aquello que los demás dicen de nosotros, y lo que suelen decir es nuestra profesión, si se está activo en ella o no, el número de hijos, en su caso, y el estado civil -aunque solo cuando no es el esperado o el deseable-. Fulanito de tal es pintor, pero está en paro, tiene tres hijos y es viudo, por ejemplo. Poco más tarde si se tercia en la conversación se añade de dónde es fulanito de tal y dónde vive el tal fulanito. Es de Calamocha y vive en Las Fuentes, por seguir con fulanito. Son datos que nos definen, nuestra primera carta de presentación.

A continuación, si la cosa da más de sí, ya se tratan otros asuntos como el carácter o la suerte que le ha deparado la vida. La de nuestro fulanito, con tres hijos y viudo… no parece haber sido demasiado generosa. En cuanto al carácter, se debe a Heráclito al que paradójicamente apodaron el Oscuro -pese a que sus máximas y reflexiones me parecen a mí claras y prístinas como el agua- la conocida sentencia: «El destino es el carácter». Cada día que pasa me parece más sabia y sensata. Muchas de las circunstancias de la vida no le es dado elegirlas ni a nuestro querido pintor, ni a nosotros ni a nadie a esa parte solemos llamarla destino: lo que escapa a nuestra voluntad, posibilidades o deseos. Sin embargo hay otra porción de vida, también importante, que sí corre por cuenta propia. En ese sentido nuestro destino, nuestro futuro depende de nuestro carácter y el carácter lo elige cada cual. El carácter no es un atributo fatídico que nos venga impuesto: cada decisión, cada alternativa, cada sonrisa, cada enfado, cada acción depende de nosotros, y claro que a veces es una lucha, una lucha consigo mismo, con los míos, con los otros, un sobreponerse continuamente a los reveses, las decepciones, los cansancios…

Pero soy libre y mi carácter es mi libertad, ya no acepto tan fácilmente como antes las excusas blindadas en el mal o el buen carácter, ni las bondades ni maldades… el que puede y quiere opta por unas u otras aunque también puede suceder que por unas y otras a un tiempo, he ahí la ambivalencia y complejidad humana.

Hubiera preferido que en este punto este artículo tomara otro rumbo, que ahora pudiera seguir hablando de cosas no menores pero tampoco graves, sin embargo como tantas otras veces, no puede ser. Los recientes acontecimientos y sobre todo el ambiente de miedo ante el peligro permanente que se respira me llevan por otro camino. El sueño efímero de las vacaciones tocó a su fin a mediados de agosto, una cruel señal de odio nos despertaba a unos sin compasión y a otros los dormía para siempre. Ante ello, contra ello solo se me ocurre contribuir recomendándoles un gran libro, el último de la filósofa alemana Carolin Emcke, Contra el odio, en el que, contundente pero con la serenidad que proporciona la sabiduría, la autora asegura que «el odio solo se combate rechazando la invitación a su contagio. Quien pretenda hacerle frente con más odio ya se ha dejado manipular (…) El odio solo se puede combatir con lo que a ellos se les escapa: la observación atenta, la matización constante y el cuestionamiento de uno mismo».

Es evidente que enfrentarse a la situación que últimamente nos ha tocado vivir o conocer y sobre todo plantar cara al miedo y al odio exigen un gran esfuerzo por nuestra parte. En nuestro carácter, que es tanto como decir en nuestra conciencia y libertad, están las únicas claves de este asunto. No faltará quien lo considere un imposible pero en todo caso ¿quién dijo que los imposibles no son necesarios? ¿Acaso su búsqueda no es lo que más nos define?

*Profesora de la Facultad de Derecho de la Universidad de Zaragoza