Vivimos momentos en que un vendaval involucionista invade el panorama internacional, con hechos tan preocupantes como la victoria electoral de Donald Trump en EEUU, del Brexit en el Reino Unido o del auge creciente del Front National (FN) en Francia o el de otros grupos afines en Holanda, Alemania o Austria. Además, esta ola reaccionaria coincide con el desplome de los partidos socialdemócratas y con una nueva izquierda que, pudiendo ser alternativa en un futuro próximo, se halla todavía en construcción. Para situarnos, debemos partir de la idea de que durante las últimas décadas existía un consenso generalizado por parte de los partidos del sistema (conservador, liberal y socialdemócrata) a favor de la apertura económica y la globalización. Pero, tras la crisis financiera global se produjo un creciente rechazo hacia las nefastas consecuencias de la globalización y, en consecuencia, los nuevos partidos emergentes de derechas empezaron a reivindicar la recuperación de la soberanía nacional que sentían haber perdido a manos de los mercados globales y de los organismos supranacionales, unido a su oposición a unas políticas migratorias que consideran demasiado permisivas y, en consecuencia, sus programas políticos se empezaron a llenar de mensajes proteccionistas, nacionalistas y xenófobos.

Así las cosas, en un reciente estudio de Miguel Otero Iglesias y Fernando Steinberg, analizaban en profundidad las que consideraban cinco razones que explicarían el creciente apoyo que reciben los partidos y movimientos derechistas antiglobalización. En primer lugar, el declive económico de las clases medias. De este modo, la «revuelta populista» se alimenta de votantes de la clase media y la obrera, pues ambas han visto reducidos sus ingresos con la crisis, que están convencidos que el futuro de sus hijos será peor, un tema tan sensible y emocional que genera profundo malestar social. Estos grupos, que, según Branko Milanovic, son «los perdedores de la globalización», son trabajadores que han perdido sus empleos por la competencia de los países con bajos salarios y que, en consecuencia, deciden optar por quienes les prometen protegerlos cerrando las fronteras nacionales a la competencia exterior. Los ejemplos son contundentes: muchos votantes del FN francés son antiguos socialistas y comunistas desencantados con la política económica de François Hollande o el hecho de que en las zonas en declive industrial del Reino Unido, los antiguos votantes laboristas hayan sido entusiastas votantes a favor del Bréxit.

En segundo lugar, la creciente xenofobia imperante en Occidente, que está captando a un importante sector del electorado que se van hacia la derecha por motivos identitarios y culturales. De este modo, el racismo y la xenofobia, que eran políticamente inaceptables desde la derrota de las potencias fascistas en la II Guerra Mundial, como señalan gráficamente Otero y Steinberg, «estarían saliendo del armario debido al impacto social y cultural causado por el aumento de la inmigración». Ello explica el auge de Marine Le Pen en Francia o Víktor Orban en Hungría, que se erigen en defensores de la «identidad nacional» y de su cultura tradicional frente al multiculturalismo. A lo anterior se une el creciente temor en Occidente hacia los ataques del islamismo radical, lo cual sitúa el tema de la seguridad en el centro del debate político, que tan demagógicamente es rentabilizado electoralmente por los partidos xenófobos y racistas. Surge así, una vez más, el dilema de garantizar la seguridad a cambio de renunciar a la libertad, y de ello es buen ejemplo Vladimir Putin, figura a la que tanto Trump como Le Pen dicen admirar.

En tercer lugar, el impacto de las nuevas tecnologías, ya que la robotización y la inteligencia artificial que, si bien aumentan la productividad, también reducen el empleo, sobre todo en los casos de los trabajos de escasa cualificación. Ello ha producido en la clase obrera, y también de la media, desconfianza y rechazo a estos grandes cambios tecnológicos, al igual que ocurrió con el movimiento ludista, contrario al maquinismo en los inicios de la revolución industrial. Todo ello ha generado un temor cierto a perder los empleos o a entrar en la nueva categoría de los llamados «trabajadores pobres», aquellos a los que un empleo no les garantiza su subsistencia.

En cuarto lugar, la crisis del Estado del Bienestar, con un sistema de pensiones cada vez más difícil de mantener, unido al deterioro, cuando no a la privatización de servicios públicos esenciales como la educación, la sanidad o de recursos tan vitales como la gestión del agua.

Por último, en quinto lugar, el creciente desencanto hacia la democracia representativa, debida factores tales como el monopolio de la política por una partitocracia que se turna en el poder y que da la imagen de estar a merced y al servicio de los grandes intereses económicos, lo que da la sensación de que la clase política no nos representa. Igualmente, existe la percepción cierta de que el actual sistema político y judicial beneficia a las élites y hace que los costes económicos de la crisis pesen exclusivamente sobre las espaldas de las clases medias y trabajadoras.

Ante semejante panorama, los citados autores apuntan algunas propuestas para hacer frente a esta ola antiglobalizadora que está aupando a los partidos extremistas de derechas. En primer lugar, desarrollar mejores políticas de integración de los inmigrantes y refugiados, lo cual resulta clave en este sentido. Además, los gobiernos debería tener el coraje de redistribuir mejor los enormes niveles de riqueza generados por la globalización, así como subrayar las ventajas de la diversidad y la multiculturalidad; preparar a la ciudadanía para el cambio tecnológico, garantizar la sostenibilidad del Estado de Bienestar y, por último, mejorar nuestra calidad democrática abriendo nuevos cauces que fomenten la participación ciudadana. Estas son algunas de las respuestas posibles para hacer frente a esta ola de demagogia reaccionaria y frenar la desigualdad y la xenofobia causada por la globalización, factores éstos que amenazan los cimientos de nuestra sociedad democrática. *Fundación Bernardo Aladrén