Hace bastantes años la dislexia estaba de moda. Solo había que pisar una baldosa y aparecía un niño disléxico. Ahora, el diagnóstico de moda para los niños con problemas de aprendizaje en la escuela es el Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH).

La mayoría de los médicos que se han especializado en dicho trastorno dicen que el diez por ciento de los niños lo padecen. Si fuera cierta esa elevada cifra habría que afirmar que en los últimos años se ha producido una pandemia mundial infantil de consecuencias impredecibles. Afortunadamente, no parece que se haya producido ese desastre universal. Más bien, la explicación hay que buscarla en la escasa fiabilidad del modo en que se lleva a cabo el diagnóstico de esos niños.

Por lo que respecta a la causa hay afirmaciones absolutamente contradictorias entre los expertos. Quienes se dedican a la práctica clínica con esos niños opinan que la etiología es de tipo genético. No obstante, hay otros expertos muy cualificados que afirman que no existe ninguna condición bioquímica estructural o genética que determine de forma inequívoca la existencia del TDAH.

Por desgracia, a pesar de esas contradicciones, a los niños que reciben ese diagnóstico se les atiborra con pastillas cuyo principio básico es el metilfenidato, sin pensar en sus efectos secundarios. En el año 2009, la Agencia Europea del Medicamento revisó la relación beneficio-riesgo de ese componente y concluyó que solo debe prescribirse tras la realización de un concienzudo examen cardiovascular y psiquiátrico y, aun así, llevando un control periódico de las reacciones del niño, ya que ha sido ampliamente demostrado que el metilfenidato y la atomoxetina tienen efectos negativos de tipo cardíaco y psiquiátrico, pudiendo producir retraso del crecimiento a largo plazo.

Cualquier persona psicológicamente sana, que está en un grupo en el que no se siente integrada, bien porque no la toleran los miembros del mismo, o bien porque ella así lo percibe, procura salirse de ese grupo y buscarse otro en el que sienta mejor. Sin embargo, los niños que tienen esa sensación no pueden dejar de asistir a la escuela. Durante el período de escolaridad obligatoria, porque la ley no lo permite. Y durante el período no obligatorio porque sus padres no se lo consienten.

En esas condiciones, cualquier niño sano se vale de comportamientos compensatorios cuyo objetivo es prevenir la desintegración de su yo. En primer lugar, deja de prestar atención para convencerse a sí mismo de que si tiene problemas de aprendizaje no es debido a su incapacidad, sino a que no le interesan las actividades que el profesorado le propone. Además, pone en práctica un código absolutamente normal, aunque implícito, destinado a pactar con sus profesores: "Si tú me permites que no preste atención a lo que me propones, yo tampoco te molestaré a ti".

Cuando la ejecución de ese código no funciona, a pesar de que el niño no molesta a nadie dejando de prestar atención, pero los profesores le obligan a formar parte activa del grupo, acaba rebelándose poniendo en práctica otro código igualmente saludable: "Puesto que tú no respetas mi intimidad, yo tampoco respetaré la tuya y, a partir de ahora, me voy a convertir en un hiperactivo para fastidiarte y para molestar también a mis compañeros de clase".

Es evidente que en esa guerra siempre sale perdiendo el niño. Primero se intentará convencerle para que cambie de actitud. Después, si esa suave intervención no funciona, se le somete a la panoplia de castigos admitidos por ley. Finalmente, si tampoco tienen efecto esos castigos, el profesorado acude al psicopedagogo, que muy probablemente comunicará a sus padres que tiene todos los síntomas del TDAH y que, por tanto, es aconsejable la realización de un diagnóstico médico. Si el médico de turno confirma el diagnóstico, ese supuesto niño acabará siendo sometido al consiguiente tratamiento farmacológico.

A la vista de esa serie de contradicciones, muchos expertos dudan de la existencia real de ese síndrome. Yo creo que hay datos científicos que corroboran su existencia. Ahora bien, al mismo tiempo habría que hacerse esta pregunta: ¿Se lleva a cabo el diagnóstico con el rigor que sería deseable, dados los efectos negativos que tiene para el futuro del niño? Y en este caso, la respuesta no puede ser otra que un rotundo NO. Recientemente, en un congreso celebrado en Logroño, los expertos reconocieron que se está haciendo un uso desmedido e injustificado de esa etiqueta diagnóstica e hicieron ver la necesidad de elaborar protocolos mucho más rigurosos y más uniformes.

Uno de los principales expertos en el tema (Sroufe) hacía la siguiente afirmación en el New York Times (28-01-2012). "La ilusión de que los problemas de conducta de los niños pueden curarse con fármacos nos evita que, como sociedad, tratemos de buscar las soluciones más complejas, que serían necesarias. Los fármacos sacan a todos (políticos, científicos, maestros y padres) del apuro. A todos, excepto a los niños".

Catedrático jubilado de Pedagogía, Universidad de Zaragoza