Discuto con mis hijos sobre la prohibición a la empresa Uber de operar en España, decretada por un juzgado madrileño. Ya saben la app que pone en contacto a conductores sin licencia con pasajeros y que se queda un 20% del importe del viaje por el servicio. Mis hijos, que son más cibernéticos que terrícolas, me dicen lo que ya sé: que el uso de las redes es imparable, que el consumo colaborativo es la panacea del futuro, que internet es más grande que cualquier tribunal. Yo les escucho, pero todo lo que me cuentan me suena a viejo. Lo oí cuando las descargas ilegales de música arruinaron la industria de la música, o cuando alguien me cuenta que se ha bajado algún libro gratis en lugar de pasar por una librería. Así que no voy a contraatacar con los mismos manidos argumentos: que el gremio del taxi, que paga sus impuestos, está hasta el gorro de que le levante el negocio gente sin licencia, sin seguros y que no paga sus impuestos. No les digo eso, porque les dará exactamente igual. Lo que les he dicho a mis hijos es que no se enteran de nada: a quien están haciendo ricos es a los propietarios de Uber, que cogen por un lado a un conductor en precario, con el que no les une ninguna vinculación laboral, y lo juntan con alguien que quiere ahorrarse un dinerillo en el transporte público. Y que detrás de Uber está Google, que es poco menos que Dios, y que hay otros fondos buitres detrás, y que la colaborativa y guay Uber está radicada en un opaco refugio fiscal de Estados Unidos. No dudo que las consignas de consumo colaborativo y esas cosas tan bonitas son muy buenas, de verdad, pero Uber no es consumo colaborativo. Es un negocio. Y gordo, además. Que no nos cieguen con su palabrería.

Periodista