No quiero pensar que la palabra taxi, tan popular, tenga relación con la palabra taxidermia, que es el arte de preparar los animales muertos. Exactamente, su piel. La vejez me ha llevado a tomar más taxis que antes y a comprobar la diversidad de los taxistas. Es lógico, igual que son varios los médicos, los camareros, los escritores y los vecinos de la escalera donde vivo. Cuando hice un viaje a pie por Extremadura, un taxista me llevó desde el aeropuerto al pueblo de partida de la caminata. El hecho podría resultar insignificante, pero muy pronto el taxista rompió el silencio para decirme esto: «Enterré a mi chico antes de que cumpliera los 21 años». Se creó un brevísimo y durísimo silencio. Y luego añadió: «Por culpa de la heroína». La cara impasible -yo lo veía de lado-, y el lector comprenderá mi shock. Como yo no sabía qué decir, el taxista rompió el silencio: «La mala gente debería terminar con una indigestión de plomo». Qué manera de decir «fusilada». Evidentemente, era el taxista más singularmente dramático de todos los que me han acogido a lo largo de la vida. Y he encontrado bastantes. Los que no me contestan nada he de suponer que me han entendido. Por lo visto, a algunos les cuesta mucho decir «muy bien» o «de acuerdo». Hace tiempo, un taxista simpático me dijo: «Sí, señor, vamos allá». En Roma, un taxista me llevó de la estación de tren al hotel, y en el momento de pagar me pidió una cantidad exagerada. Le di un billete y le dije: «Ya está bien». Su protesta terminó cuando le dije: «¿Lo consultamos en el hotel?».

A veces me he encontrado, al subir a un taxi, con que el taxista me ha preguntado, cuando le he dicho la dirección: «¿Por dónde vamos?». Es de agradecer, pero yo siempre le digo que decida él. Ya he decidido suficientemente en esta vida. H *Escritor