No cesan de difundirse declaraciones, artículos y manifiestos colectivos de progresistas catalanes (o del resto de España) que expresan su insumisión ante la voluntad movilizadora de los secesionistas del Govern y el empeño inmovilista del Gobierno central. Serían muchas más las personas, conocidas o no, que se manifestarían en esa línea. Pero hacerlo supone acabar en el fuego cruzado entre ambas partes, que no entienden ni quieren entender a quienes sitúan la cuestión en otro terreno y se limitan a reivindicar la democracia, la solidaridad y el diálogo.

Aquí un servidor, en su modestísima parcela, lleva meses y aun años proponiendo un referendo en Cataluña (que se hará tarde o temprano), consensuado, legalizado y sujeto a normas de claridad. O sea, un plebiscito democrático de verdad, y no la chapuza que se proponen llevar a cabo los nacionalistas catalanes. Y por sugerir tal cosa suelo ser llamado traidor y separatista por los españolistas, y español y pepero por quienes se alinean con los micronacionalismos periféricos. Claro que a mí esta esquizofrenia me resbala. Desprecio el fundamentalismo patriótico. Por otro lado, tengo por seguro que parte del problema reside en la notoria incapacidad y la dureza (de mente y de corazón) que prodigan Rajoy y Sáenz de Santamaría, jefes de un Gobierno ultraconservador, trapacero e incompetente, que si está al mando es porque la sociedad española tiene el pulso muy débil, sus medios de comunicación van de capa caída y los nuevos agentes políticos alternativos se han descompuesto a la primera de cambio. Ese Ejecutivo no está a la altura del desafío que debe afrontar.

Hay salida y existen otras maneras de enfocar la cuestión. Ya sé que ello no interesa a los actuales contendientes, cuyo gran éxito (mayor el de los contrífugos que el de los centrípetos) ha sido imponer una visión grosera y sectaria exigiendo el alineamiento incondicional de los demás. Pero hay mucha gente dispuesta a romper la ilógica de las dos Españas o de España contra Cataluña. No nos helarán el corazón.