En este país somos capaces de hacernos estupendos líos con la Historia y cualquier otro conocimiento. Ahora mismo, y no deja de resultar sorprendente, parece que algunos aragoneses, aunque rechazan todo ejercicio de memoria referido al preterito inmediato, están interesadísimos en consolidar una versión oficial de nuestro pasado medieval. Todo sea, ¡ay!, por abrir un nuevo frente de confrontación con Cataluña.

Por supuesto, el imaginario secesionista catalán ha sacado de tiesto aquellos acontecimientos históricos que le convenían, inventándose una confederación catalanoaragonesa que no existió (no al menos al estilo helvético) y un imperialismo panmediterráneo en los siglos XIII y posteriores. Luego han revisado a su gusto la mismísima Guerra de Sucesión. Son excesos patrióticos que se corresponden con los incorporados desde hace decenios a la Historia de la España-España, que también parece a menudo pura y simple ficción.

En todo caso, ahora corremos el riesgo, los de la Tierra Noble, de ponernos a la majadera altura de nuestros vecinos más nacionalistas, y meter la gamba. ¿Por qué? Pues porque expresiones como Corona Catalanoaragonesa o Casa de Aragón y/o de Barcelona (al referirse al linaje procedente de Petronila, la hija de Ramiro El Monje y el conde Ramón Berenguer IV) son habituales en libros y artículos escritos por insignes medievalistas europeos. Además porque esa Corona era un dominio personal o familiar, que no tenía su centro de poder político en Zaragoza sino que incluia estados independientes entre sí (Aragón, Barcelona y los demás condados catalanes, Valencia, Mallorca, Sicilia...), cuyas cortes y consejos se relacionaban directamente con el rey, acuñaban moneda y movilizaban sus ejércitos. Naturalmente, conforme el interés de la corona, de la nobleza y de los mercaderes se extendió por el Mediterráneo (en feroz pugna con la Casa de Anjou), el componente catalanomallorquín y valenciano fue más y más decisivo. Repare en ello el presidente Lambán, que es doctor en Historia. No hagamos el ridículo.