He pasado el fin de semana dándole vueltas a la inclusión de las campañas de desinformación en el Plan Estratégico de Seguridad Nacional que ha aprobado el Gobierno. ¿Qué clase de campañas son esas? ¿Qué significa exactamente desinformación? No sé de qué va el tema, como aún no he logrado entender en qué consistió la campaña rusa para promover la secesión de Cataluña. El asunto ha llenado páginas de diario y titulares de informativos en la tele y la radio sin que logremos enterarnos con alguna precisión qué hicieron exactamente los hackers, los robots y los demás hijos de Putin para poner a Puigdemont en el disparadero y a Junqueras en la trena.

A fecha de hoy, la presunta desinformación no parece ser un riesgo de naturaleza estratégica comparable al terrorismo yihadista o, sobre todo, a los efectos del calentamiento global. Otra cosa son los ciberataques, y otra diferente la proliferación del mal gusto, el extremismo y el odio en las redes. Pero actuar contra los delincuentes que utilizan internet es pura técnica policial, y ya existen en el Código Penal y en las figuras de protección de la intimidad, el honor y la propia imagen recursos legales encaminados a poner algo de orden en el marasmo digital. Por contra, la expresión «campañas de desinformación» en boca de este Gobierno sugiere otra cosa más retorcida e inquietante.

Ocurre de manera progresiva, sin prisa pero sin pausa: el espacio democrático se está achicando en España. Y ello no solo se ha visto en el conflicto catalán (por ambas partes), sino en otros lugares y respecto de otros asuntos. La autoridad gubernativa tiene cada vez más capacidad sancionadora al margen de los tribunales de justicia. Dichos tribunales están demasiado mediatizados por prejuicios ideológicos o intereses políticos. La libertad de expresión navega sobre aguas turbulentas. La aplicación de la ley adquiere un carácter sacramental, de forma que, por ejemplo, los reos de secesionismo pueden eludir la cárcel... si se arrepienten.

Ni lo entiendo ni me gusta.