Hace algunos días la Justicia echó abajo la precipitada retirada por el equipo de gobierno del Ayuntamiento de Zaragoza del nombre Príncipe Felipe al principal pabellón deportivo y sede de grandes espectáculos. No soy entusiasta de la monarquía como impuesto sistema en la Constitución del 78; poco del actual Rey, forzado su ordinal desde Castilla (aquí nunca gobernó su Felipe I, el Hermoso), y hombre discreto pero demasiado cauteloso y controlado, me temo, desde La Moncloa; nada de la Reina. Sin embargo, creo que los símbolos se han de quitar si un día se puede establecer una República en términos razonables; antes, es una más de las ingenuidades en que este ayuntamiento ha caído, víctima de sus más virulentos activistas.

No hablaré, no ahora, de los tardíos, confusos, incompletos cambios para suprimir nombres de golpistas y crueles opresores, de Franco y Primo para abajo. Me temo que los decisores y asesores no estuvieron muy acertados en demasiados casos. Y no se trata de hacer como en Villarquemado, que tiene calles simplemente numeradas, como en Nueva York. Hay cientos de mujeres y hombres que merecen recuerdo y homenaje, sin necesidad de mantener a destacados y extremos políticos y militares.

Y a propósito de ese cambio, sólo justificable si una gran mayoría resultase favorable, lo que me temo no ocurre, quiero recordar cuántos tumbos ha dado, o dejado de dar, quien lleve en el municipio en cada legislatura el negociado de poner y quitar nombres a edificios y, sobre todo, calles y plazas. Por ejemplo, en un principio se dedicó a José Antonio Labordeta un escondido y escuálido rincón, al que acudimos con él Luis Alegre y yo: sin pavimentar, sin puertas de viviendas que dieran allí, acabamos riendo y comiendo unos huevos en un bar cercano. Luego, se denominó al Parque Grande José Antonio Labordeta, pero con poca suerte, porque resulta muy largo nombre, y no muchos lo usan. Y el tranvía prefiere seguir llamando a la parada ante su entrada Emperador Carlos V, que pocas gracias tuvo con esta tierra.

Comparto con Labordeta y nuestro discípulo y amigo Manuel Pizarro, tres calles de una pequeña nueva zona urbanizable en Andorra, mi villa natal. Creo que cuando se dedicaron, sin necesidad de explicar el cariño al primero, la deuda minera al segundo, y mi por entonces designación como hijo predilecto, vi los planos y sonreí, porque como afirmaba una vieja ordenanza franquista (que Franco, claro, derivó hacia sus miles de homenajes y rapiñas), no se debía honrar sino a los muertos. Ello dio motivo, al reavivarse ese escrúpulo, a que el Ayuntamiento de Zuera advirtiera a su ilustre hijo el catedrático de Economía Antonio Aznar Grasa, de que tenían que quitarle el honor de dar su nombre a un centro local (el otro era y es para Odón de Buen). Antonio, con sencillez y buen humor, respondió: «Bueno, si queréis para no tener que cambiar rótulos, ya me moriré».

Calles hay dedicadas sin mucho conocimiento de los merecedores. Miguel Antonio Catalán (al que casi todos, incluidos profesores y alumnos del estupendo instituto abrevian en solo Miguel, y algunos hasta utilizan el más frecuente M. Ángel) dispone de una calle esquina a Compromiso de Caspe, a la que sólo vierte sus malolientes basuras un mercadillo. Poco para el único español cuyo nombre lleva un cráter de la Luna.

Lo mismo pasó hasta que se cubrió el largo tramo ferroviario que nos ahumaba, recreando Tenor Fleta y Goya, quien poseía una callejuela infecta en el Casco Histórico. Al igual que Ramón y Cajal (mejor tratado en Pamplona o Valencia), que sigue en un barrio de dudosa fama social y escaso relieve urbano. Por no recordar que la bienpensante burguesía de la zona se opuso rotundamente cuando se barajó hace tiempo llamar Gran Vía Luis Buñuel al primer tramo que luego sigue con los Católicos reyes.

Para terminar, que estas son rápidas consideraciones de viejo: tampoco tuvo fortuna la propuesta que algunos defendimos de que nuestra Universidad de Zaragoza, que atesora historia gloriosa con el nombre de la ciudad, sin perderlo pudiera añadir un nombre eximio, como han hecho, a la acertada manera francesa, las de Sevilla-Olavide, Tarragona-Rovira i Virgili, Castellón-Jaume I, etc. (Por no aludir a la de Vicálvaro, que acaba de ensuciar su nombre y el del pobre rey Emérito...) Pero, ¿cómo se puede esperar que guste Universidad de Zaragoza-Joaquín Costa, que era nuestra propuesta hace años, en esta que, dicho por su propio rector, debe aprovechar esta barahúnda para reformarse profundamente, y en cuya Facultad de Letras, como lustros antes se le negó a Buñuel, se abstuvo su decano de entonces a votar un doctorado Honoris Causa al ya bien citado Labordeta, que moría pocas semanas después de recibirlo entre cientos de emociones y respetos?

*Catedrático jubilado de la Universidad de Zaragoza