Pongamos que existe una ciudad en la que se caen ramas, incluso árboles enteros. Pongamos que esta ciudad, muy ventosa para más inri, hay plantados unos 10.000 ejemplares. Supongamos que su mantenimiento depende de dos empresas y que existe un concejal, elegido por los ciudadanos, que es el responsable máximo del área. Este político duda del trabajo que hacen estas dos contratas. No les quiere regalar un euro, dice, y paraliza las podas durante seis meses. Exige que se le entregue un inventario del arbolado. Quiere que la contrata funcione mejor, pero al mismo tiempo su gran objetivo es que sea el consistorio el que se haga cargo de estos trabajos, del control de todas las zonas verdes. Es decir, no pretende que las empresas hagan mejor su trabajo, sino que dejen de hacerlo. Respetable, oigan. Claro que, en medio de estas diatribas, las ramas y los árboles siguen cayendo. En las últimas dos semanas ha habido 30 intervenciones y más de 60 este verano. El edil en cuestión quita importancia a este hecho. Mantiene que es lo normal. Ninguna rama ni árbol cae encima de un ser vivo, algo que no sé si es normal, pero sí una suerte. Porque, digo yo, lo normal sería que un concejal hiciese lo posible para mejorar la vida de los ciudadanos. Si eso pasa por encargar una poda adicional de árboles pues se hace. Esa decisión sería la lógica. Para evitar peligros. De ahí que resulte, esto sí, extraordinario, que este concejal haya tardado tanto en adoptar medidas. Quizás porque la poda empezó por el sentido común.

*Periodista