A lo largo del siglo XX, la prevención de riesgos de inundación por crecidas fluviales se basó en la construcción de motas y diques de ribera, cada vez más fuertes, que pretendían fijar los límites en los que los ríos debían moverse, aún en crecida. Límites que previamente, a lo largo de décadas, fuimos estrechando, a base de talar bosques y roturar las fértiles tierras ribereñas, para la agricultura o para desarrollos urbano-industriales. En los ríos navegables, la prioridad de ahorrar costes y tiempo de navegación llevó a rectificar meandros y dragar los cauces, tanto para facilitar la navegabilidad como para aumentar la capacidad de esos cauces cada vez más estrechos.

En los 90, se produjeron circunstancias climáticas similares en los Alpes y en las Montañas Rocosas de EEUU, con fuertes nevadas invernales y una primavera lluviosa y cálida, que produjeron fuertes crecidas tanto en el Mississippi como en el Rhin. Crecidas extraordinarias similares a otras crecidas históricas, en las que los ríos bajan «con sus escrituras bajo el brazo»; pero esta vez los cientos de kilómetros de diques de ribera debían imponer el poder de la ingeniería hidráulica sobre las crecidas fluviales. Desgraciadamente, los efectos combinados de esas obras de rectificación, estrechamiento, deforestación y dragado de cauces, aceleraron y multiplicaron de tal forma la energía del agua que, en las zonas bajas, justamente las más pobladas, se produjeron sendas catástrofes. Cascos urbanos inundados, decenas de miles de familias desalojadas, daños por valor de miles de millones sobre la agricultura, la ganadería y la industria, e incluso decenas de vidas humanas. Y todo ello en países ricos y poderosos, como EEUU y Holanda.

A raíz de estos hechos, la ingeniería civil en estos países inició un giro radical en las estrategias de gestión de riesgos de inundación, asumiendo un nuevo lema: Dar espacio al agua. En lugar de pretender dominar la fuerza de las crecidas en espacios fluviales cada vez más restringidos, se pasó a renegociar con los ríos sus espacios de expansión, retranqueando motas y diques, para dejar un mayor espacio al río; recuperando meandros y bosques de ribera, para frenar la energía de las crecidas; e incluso instalando compuertas en las motas para expandir, de forma blanda y controlada, las crecidas extraordinarias, en la cuenca media, sobre la base de una negociación previa de compensaciones por los daños en las cosechas generados por esa especie de riego excesivo y prolongado de los campos. Estrategias, en suma, que buscaban reducir la energía destructiva de las crecidas extraordinarias, minimizando costes, al tiempo que se generaban dos beneficios complementarios, en absoluto despreciables: el abonado de los campos, por el depósito de limos fértiles; y sobre todo, la reducción del tiempo de inundación, a lo que dure la crecida. En la actualidad, en el Ebro, aunque las motas suelen aguantar, las aguas se filtran por debajo e inundan los campos igualmente, con el agravante de que luego la inundación permanece, aunque baje el nivel del río, al impedir las propias motas su retorno al cauce. Las compuertas, sin embargo, más allá de garantizar una inundación blanda, permiten evacuar las aguas cuando el río baja.

Estas nuevas estrategias son bien conocidas en nuestras confederaciones hidrográficas, que, de hecho, las empiezan a adoptar, aun con dificultades e indecisiones, como ocurre en el Plan de Gestión de Riesgos de Inundación de la Demarcación del Ebro. Sin embargo, la falta de explicación y de comunicación social de estas nuevas ideas y el oportunismo político que busca el voto fácil a corto plazo, hacen pervivir en la conciencia ciudadana las viejas ideas, basadas en recrecer motas y dragar cientos de kilómetros de cauce, a pesar de su inutilidad y de su coste, además de construir más y más presas, aunque a su vez inunden pueblos en la montaña. Inercias e intereses que vienen dificultando la aplicación decidida de esos nuevos enfoques que presiden, desde hace un par de décadas, las estrategias de gestión de crecidas en países como EEUU.

En todo caso, el Ebro, una vez más, nos ha dado una dolorosa lección; y sin duda lo hará más veces, probablemente de forma más contundente en el futuro, con el cambio climático en curso. Depende de nosotros aprender la lección; y cuanto antes mejor.

*Diputado al Congreso por Zaragoza de Unidos Podemos