En esta inmensa locura en la que estamos metidos, los muertos somos nosotros. Los ciudadanos de cualquier país somos lo que se conoce como soft targets (objetivos blandos), que es el termino en inglés para referirse a grupos de civiles desarmados. Ósea, blandos, fáciles de matar. Lo estamos viendo todos los días desde que comenzó el terror: ataques realizados de forma coordinada, planeados al detalle para producirse en un momento de máxima audiencia mediática, en escenarios de gran impacto. En estos tiempos de internet, redes sociales, playstation 4, juegos de rol y realidades virtuales que sangran de verdad, ya no hay magnicidios. Ya no hay nadie valiente o cobarde que se la juegue para asesinar al "objetivo", que siempre va rodeado de escoltas y de fuertes medidas de seguridad. Ellos no están en riesgo. El pueblo sí. El objetivo a batir por tanto no cuenta. Demasiado complicado. Mejor matar a lo bestia, a bulto, donde esté la masa inocente viviendo sus momentos de vida. Esos instantes arrebatados al tiempo para intentar ser un poco más felices disfrutando de un concierto, cenando con los amigos, viendo un partido de fútbol, o yendo a trabajar de madrugada en el transporte público como ocurrió en la carnicería del 11-M en Atocha. Objetivos blandos, ¡qué sarcasmo más indecente!

No encuentro cobardía más completa y diabólica que la de estos ejércitos de jóvenes que dicen luchar para purificar el mundo con la sangre de inocentes. Pone los pelos de punta solo pensar en el fanatismo maldito de las religiones llevadas a los extremos para atraer a psicópatas, aventureros y friquis de distinto pelaje, a la búsqueda de adrenalina basura para dar sentido a sus absurdas existencias. También dan miedo las reacciones bravuconas de los que animan "¡A la guerra!" delante de un micrófono y una cámara de televisión, con la voz impostada y pensando únicamente en las elecciones.

No quiero otra masacre en Madrid. No quiero llorar a otros 192 muertos sobre los raíles de un tren sin destino. No quiero tener miedo por mis hijos. No quiero hacer el ridículo otra vez en el mundo con la repetición de la foto de Las Azores. No quiero salir a la calle de nuevo para gritar "No a la guerra". No quiero ver a imberbes políticos españoles que se apuntan a un bombardeo. No quiero, en suma, que la estupidez ególatra de algunos reine sobre la inteligencia de muchos. Espero y confío que España se quede al margen de otra guerra. Los ataques en París y en otros lugares del mundo evidencian las flaquezas de la seguridad europea frente a la enorme capacidad asesina del Estado Islámico, nutrida además con los errores de gobiernos occidentales y las oscuras economías que lo sustentan. Hace unos días oía con placer al ex ministro de Exteriores francés, Dominique de Villepin, explicar con brillantez el porqué las declaraciones de guerra provocan más guerras. Un soplo de sensatez en la vieja Europa para aplacar las iras de los que buscan protagonismo, como Aznar, a costa de nuestras vidas.

Periodista y escritora