Se han cumplido 100 días desde la aplicación del artículo 155 de la Constitución en Cataluña, y la mayoría independentista emanada de las urnas el 21-D aún no ha logrado investir un nuevo presidente de la Generalitat, que es la forma más rápida y directa de archivar la decisión tomada por el Gobierno de Mariano Rajoy tras el 1-O y la declaración unilateral de independencica. Ante la postura de ERC de de no investir al expresident Carles Puigdemont si conlleva «consecuencias penales», la maquinaria soberanista se ha puesto en marcha para lograr una solución absurda: dividir la presidencia en dos, entre Puigdemont en Bruselas -elegido, se supone que por aclamación, por una asamblea de cargos electos- y un presidente investido en Barcelona por el Parlament cumpliendo el marco legal. Habrá quien piense que esta salida tal vez beneficie a un exjefe devenido en reina madre en el exilio, pero además de inviable es una astracanada más en la carrera surrealista del independentismo. Puigdemont no puede ser un presidente con poder ejecutivo con todas las de la ley, cuando su problema es precisamente que la incumple por sistema. Y ni siquiera puede serlo simbólico. La nueva ocurrencia de Puigdemont para investirse de poder es totalmente inverosímil incluso para sus votantes, por cuanto prolonga la ilusión de que su cese al amparo del 155 fue ilegal e ilegítimo. Un nuevo ridículo del independentismo cerril.