Haciendo gala de su versión más casposa, retrógrada y neofascista, el Gobierno del PP decidió, a finales del pasado año, sancionar lo que calificó como "ofensas a España". Con ello, el Gobierno coloca en su punto de mira a los que siempre ha considerado enemigos de la Patria, es decir, en su terminología, separatistas, especialmente vascos y catalanes, y rojos de toda condición. Todo aquel que no comulgue con su visión ultramontana del país, que no vibre ante la visión de la rojigualda, se encuentra en el punto de mira.

Creo que no hará falta precisar que a mí, la rojigualda, como enseña heredada de la dictadura franquista y enarbolada por los golpistas en la guerra civil, me resulta totalmente ajena, por decirlo suavemente, no vaya a ser que España sea muy susceptible y se nos vaya a ofender. La mayor parte de los símbolos que pudieran encarnar esa idea de patria que maneja el PP, la mencionada bandera, la Monarquía, poseen una carga ideológica tan evidente que a muchos no nos provocan sentimiento alguno de adhesión. Pero no creo que decir esto suponga ninguna novedad.

Sin embargo, sí hay cuestiones que resultan escandalosas. Algunas por infantiles, como esa pretensión de que un ente abstracto, España, pueda sentirse ofendido. Es evidente que quien se sentirá ofendida no es España, sino los que creen encarnarla, cosa muy diferente y harto peligrosa. No en vano, ellos son España. Otras, por ser la expresión de una profunda contradicción. Y a eso voy.

Quienes encarnan su idea de España en unos colores que gustan de llevar en la muñeca, o en un nombre que repiten con énfasis y embeleso, son, en estos momentos, quienes están contribuyendo de una manera más brutal a restregar por el fango la imagen de nuestro país. Quienes amenazan con sancionar expresiones ofensivas hacia España, denigran su imagen hasta límites insospechados.

Las muertes en nuestra frontera sur de inmigrantes indefensos como consecuencia de la actuación desproporcionada de los cuerpos de seguridad trasladan una imagen de nuestro país que provoca no solo sonrojo, sino verdadera indignación. Unos cuerpos de seguridad en manos de una dirección política de tintes fascistas, como la que encarna en primera instancia, incluso en sus rancias poses, Fernández de Mesa, y, más arriba aun, el ministro del interior, Fernández Díaz, pueden convertirse, como de hecho se han convertido, en un verdadero ariete contra los derechos humanos. Que quienes deben velar por el cumplimiento de la ley, me refiero a las autoridades políticas, desprecien de modo tan evidente la legalidad, nos coloca al borde del colapso como sociedad democrática.

Ofender a España. Desde mi punto de vista, no hay modo más eficaz para ello que promover el deterioro de su imagen. Algo que los presuntos defensores de la patria, encarnados por el PP, están consiguiendo a marchas forzadas. Destrozar sus servicios públicos, erosionar la democracia, atentar contra los derechos humanos, enfangarlo todo mediante una corrupción sistémica, son todas ellas formas de deteriorar su imagen.

Al PP, como siempre ha ocurrido con la derecha más rancia, solo le interesan los símbolos. Pero España, como cualquier país que se precie, no es un conjunto de símbolos, sino un espacio que merece, o no, ser habitado. Eso lo sabía muy bien Pericles, padre de la democracia ateniense, en cuyas famosas oraciones fúnebres por los soldados caídos en la guerra contra Esparta, ensalza a la patria señalando que Atenas, por sus libertades, por su riqueza material, por su cultura, merece ser defendida hasta la muerte. De eso se trata, de construir un país del que podamos sentirnos orgullosos: por su cultura, por su bienestar, por su fraternidad, por su libertad. Por el contrario, Rajoy y su gobierno están tiñendo de ignominia nuestro país. Ellos y sus actitudes son una verdadera ofensa para España.

Profesor de Filosofía. Universidad de Zaragoza