La última y reciente amenaza de Al Qaeda contra Estados Unidos ha estado teñida, además de la habitual y amenazante carga de violencia verbal, de un repugnante contenido racista.

Además de adelantar que su organización continuará librando su particular guerra santa contra los norteamericanos y el resto de países aliados, Al Zawairi, lugarteniente de Osama Bin Laden, ha despreciado al inminente presidente de Estados Unidos, Barak Obama, llamándole "negro al servicio de los blancos". No contento con esto, y acaso por teñir de ideología sus insultos, le acusa además --como si serlo encarnase algún delito-- de haber renunciado a sus raíces africanas para abrazar el cristianismo y, simultáneamente, de practicar ritos judíos para complacer al enemigo mortal de Al Qaeda: Israel.

Este tipo de lamentables actitudes le viene de perlas a la CIA, y al resto de Agencias secretas, para presionar al poder ejecutivo en defensa de sus presupuestos y actividades, que consideran básicas para la seguridad nacional.

Con el tema de fondo de esa Agencia por excelencia, polémica y cinematográfica, que sigue siendo la CIA, y su lucha contra los distintos grupos del terrorismo islámico, Ridley Scott ha firmado una película --Red de mentiras-- que, al margen de su peripecia argumental, nos muestra hasta qué extremo se está desarrollando la tecnología punta del espionaje.

En Red de mentiras, muchas de las escenas de mayor tensión están filmadas desde uno de los despachos secretos de la CIA en su cuartel general de Langley (Virginia).

Gracias a los satélites, las pantallas gigantes de televisión allí instaladas son capaces de filmar la marca del cigarrillo que un sospechoso acaba de encender en las calles de El Cairo o de Amán, o de grabar todo aquello que dice o hace.

Sin ser detectado en ningún momento, eficaz y silencioso como una lente gigantesca, el ojo del Gran Hermano lo seguirá por los zocos, o, si el objetivo humano que en ese momento es objeto de observación por los servicios de investigación, se traslada en algún tipo de vehículo, por las polvorientas carreteras de Arabia Saudí, Omán, Yemen, Jordania, Siria.

Sólo la constancia de que un ser humano puede llegar a ser observado con ese sigilo y eficacia pone ya los pelos de punta, pero el nivel de seguimiento se reduce a una primera instancia del trabajo a resolver porque acto seguido, si lo exige el guión (y no, precisamente, el argumento de ficción de la novela de Ridley Scott), se activa el correspondiente misil o las hélices de los helicópteros artillados irrumpen en el cielo con su mensaje de ira y de muerte.

Red de mentiras, además de actualizar para el sorprendido espectador los métodos y estrategias de la CIA, apunta un debate ideológico entre dos de sus posturas internas: aquélla que sostiene que la Agencia es vital para la supervivencia de USA; y esa otra, más crítica, que abogaría por una visión menos fanática o sectaria.

¿Qué será de la CIA con Obama? ¿Cerrará Guantánamo, y las prisiones aéreas, o acabarán sus agentes, una vez más, imponiendo la necesidad de mantener bien despierto, para garantizar el orden del mundo, el ojo del Gran Hermano?

Escritor y periodista