Ciertamente son muchos, graves y urgentes los asuntos a los que debe atender el Gobierno que ha formado Pedro Sánchez si pretende cumplir (por lo menos en parte) su objetivo declarado: normalizar la vida del país antes de convocar nuevas elecciones. Tantos, tan graves y tan urgentes, que la inmensa mayoría los conoce y los señala encuesta tras encuesta. No hace falta, pues, recordarlos aquí, pero deberemos insistir en el que, a mi juicio, constituye el problema de mayor calado al que se enfrenta el Estado: la tensión separatista que sigue dividiendo Cataluña en dos mitades, tras seis años de inacción política por parte del Ejecutivo central, y que amenaza muy seriamente la convivencia en esa comunidad.

Lo primero que conviene señalar, para bien, es que el nuevo Gobierno no ha tardado en tomar la iniciativa en busca de un diálogo que brilló por su ausencia durante los últimos tiempos, mientras se descargaba sobre los jueces la responsabilidad de dar solución a un problema que es esencialmente político y que solo puede afrontarse desde la política y con la política. Se da también una segunda circunstancia que apunta en la buena dirección: el bloque independentista empieza a mostrarse menos uniforme, menos monolítico que hace unos meses y, tanto en el PdeCat como en Esquerra se abren paso voces más moderadas que defienden una salida pactada al conflicto, ya no las soluciones unilaterales que encarna Puigdemont en su alocada huida hacia delante. O, más bien, hacia ninguna parte.

Persisten, ¿cómo no?, factores negativos. Los independentistas radicales no van a desaparecer de la noche a la mañana y pueden emponzoñar cualquier intento de acuerdo, pero para eso están las leyes, los procesos ya abiertos y los que se pueden abrir. Y, por el otro lado, mucho me temo que Ciudadanos y PP no van a facilitar el diálogo que pretende abrirse, y defraudar con ello a sus votantes más radicalizados en esta materia. Especialmente si tienen a la vista una nueva cita con las urnas.

Pero, en todo caso, se abre una oportunidad que sería irresponsable dejar pasar sin explorarla antes. Diálogo y negociación, sí. Siempre es preferible, como suele decirse, un mal acuerdo que un buen pleito. Pero diálogo y negociación no de cualquier modo ni a cualquier precio. El conflicto con los independentistas catalanes toca al fondo del sistema, a la médula del Estado, y eso significa que es preciso dejar muy claro desde el minuto uno cuáles son los límites de la negociación, hasta dónde llega el campo de juego en el que se puede actuar y cuáles son las líneas que no pueden ser rebasadas. Hay que dejárselo muy claro a los españoles, catalanes incluidos.

Evidentemente, como en cualquier proceso negociador, será necesaria cierta discreción por las dos partes, pero en nada perjudica a esa discreción que todos sepamos a qué atenernos en las cuestiones básicas. Y una, la primera, es que ninguna reforma puede llevar aparejado el derecho a la autodeterminación y, mucho menos, el derecho a la secesión. No me peocupa la semántica para calificar al territorio catalán, pero sí importa que se aclare que la integridad del estado está asegurada. Que aquí no hay ni brexit ni catexit.

La otra es cuestión básica es que se pueden contemplar todas las particulari-dades de Cataluña y dar satisfacción a todas las demandas de sus representantes, menos a una: sus ciudadanos no pueden obtener privilegios y beneficios por encima del resto de las comunidades. O, dicho de otra forma, es posible satisfacer todas las demandas razonables. Las irracionales, no.

Fijadas estas bases, no solo es posible el diálogo sino que es conveniente y hasta necesario. ¿Que será difícil? Sin duda, y bien harían unos y otros en empezar ya a hacer gestos para rebajar el clima de enfrentamiento y reducir la crispación. Habrá sin duda muchas aristas que limar y será preciso incorporar a otros actores para am-pliar el consenso hasta donde sea posible. Con una mayoría absoluta del PP en el Senado, hablar de reformas constitucionales sin contar con ellos es un brindis al sol. En todo caso, hay precedentes que invitan a no tirar la toalla antes de tiempo.

Uno, el más evidente, es el final del terrorismo etarra.

Pocos lo hubieran imaginado cuando, en el 2004, el PNV subía la puja con el Plan Ibarretxe, jaleado por los abertzales y los atentados de la banda. El Estado de Derecho rebajó esas bravatas hasta dejarlas reducidas a eso: meras bravatas. Y propició la toma de poder de otra generación de políticos en el nacionalismo moderado que apostaron por actitud.

En Cataluña ya ha quedado probada la fortaleza del Estado con la aplicación del artículo 155 y las medidas judiciales que están en marcha. Eso ha sido necesario pero, con toda seguridad, es insuficiente. Los moderados empiezan a dejar oír su voz en el nacionalismo catalán y el president Torra se ha visto obligado a apearse del burro y designar un gobierno con consellers libres de cargas judiciales, en lugar de los anteriores, encarcelados o huidos de la Justicia. Cuando Puigdemont esté en una cárcel española, este verano espero, será el punto de inflexión para que las leyes que garantizan el orden y la convivencia sean aplicadas por las autoridades catalanas.

Por otra parte, el nuevo Gobierno español ha hecho ya gestos de distensión, como levantar la fiscalización total de las cuentas de la Generalitat (una consecuencia del levantamiento del 155, por más que algunos sigan diciendo que formaba parte de no sé qué acuerdos secretos a cambio del voto en la moción de censura), o acelerar el primer encuentro entre ambos presidentes. Los primeros pasos están dados, pero quedan los más difíciles, aquellos a los que los radicales de uno y otro lado se opondrán con todas sus fuerzas.

Pero eso no debe ser obstáculo para intentarlo. El éxito residirá en la voluntad de ambas partes para no hacer trampas en la negociación y, como decía al principio, en la claridad con la que se fijen los límites.

El resto es hacer política, y para eso cobran todos ellos.