Nunca me han gustado las medias y, a decir verdad, tampoco los calcetines. En invierno suelo llevar bufanda e incluso a veces guantes, aunque ya son raramente necesarios. Pero nunca uso medias, ni siquiera cuando llevo falda, y solo en contadas ocasiones, calcetines.

Algunos hombres miran perplejos mis tobillos de flamenco. Esos hombres antiguos (o tan modernos) que empiezan mirando a los ojos y que luego descienden disimulada y velozmente hasta la punta de los pies en una radiografía tan frívola como precisa (y exactamente igual a la que realizamos nosotras con ellos). Algunas mujeres miran mis tobillos de hueso frunciendo el ceño. Hay mujeres a las que les molesta que alguien vaya más desnuda (o menos vestida) que ellas, y enseñar los tobillos en enero es ciertamente una forma de desnudez. Cuando me preguntan, siempre respondo lo mismo: soy claustrofóbica, no puedo llevar medias, me ahogo, no soporto nada que me oprima.

Pero érase una vez una adolescente que tenía un perro. La adolescente era sumamente presumida y desordenada y el suelo de su habitación siempre estaba sembrado de ropa, libros, discos, restos de comida y revistas. Cuando ya no se veía ni un centímetro de parquet, su madre daba instrucciones a la asistenta para que no volviese a entrar en la habitación hasta que la joven la hubiese ordenado.

Su perro se llamaba Otelo, aunque en realidad no era suyo sino de su familia. En casa de la chica, como en todos los hogares civilizados, amaban a los perros y siempre habían tenido dos o tres (también es cierto que tenían un paseador que venía todas las mañanas para llevarlos a hacer ejercicio).

Otelo había nacido en casa y era hijo de Mila, una alocada y extraordinaria pastora del Pirineo. Para sorpresa de todo el mundo, Otelo escogió a la joven como ama (los perros tienen un solo dueño y, si tienen la opción, lo suelen escoger ellos). El perro la adoraba con un amor loco y obstinado, al que ella correspondía con alegría y despreocupación, que era como solía agradecer las muestras de afecto en aquella época.

Una noche, al regresar a casa de madrugada, la joven se encontró a su madre y a su hermano saliendo en coche con Otelo. Por lo visto, el perro había comido algo que le había sentado mal. Iban al veterinario de urgencias. La chica pidió que bajasen la ventanilla trasera y acarició al perro mientras le susurraba palabras dulces.

Regresaron al amanecer sin Otelo. La chica nunca había visto sollozar a su hermano. Una radiografía había descubierto que Otelo se había tragado unos pantis, que tenía una obstrucción intestinal y que ya nada se podía hacer por él.

Nunca he vuelto a llevar medias. H *Escritora