Cinco décadas después de la muerte de Azorín, excelente escritor que cuidaba con mimo el lenguaje, es una buena oportunidad para recordar sus aforismos, de obligada mención cuando se cita el olvido de los agravios; es esta una cuestión pendiente durante las fiestas navideñas, cuando la ineludible reunión hogareña convoca asistentes que advienen con las alforjas cargadas de antiguas ofensas. Antaño se valoraba la vejez como una época plena, de serena reflexión, cuyo legado a las nuevas generaciones constituía un don inapreciable. De hecho, son innumerables las figuras de edad elevada que la han alcanzado pletóricos de talento y sabiduría, como el mismo Azorín o Sánchez Ferlosio, quien recientemente ha celebrado su nonagésimo cumpleaños. Delia del Carril, la inteligente e infatigable «hormiguita», falleció a punto de cumplir 105 años, tras haber inspirado la trayectoria de Neruda, quien, por cierto, no se distinguió por la gratitud hacia su benefactora; que la protagonista de mi novela El hijo del sol se llamase Delia fue mi particular homenaje a esta mujer tan excepcional. Pero aquí y ahora también existen muchos mayores que han sostenido con su pensión la economía familiar durante la crisis y no siempre han recibido a cambio el merecido respeto a que se han hecho acreedores. Eso es lo que viene a refrendar un estudio sobre el maltrato a los ancianos en Santander, afrenta que ya fue denunciada por los pensadores clásicos hace más de dos milenios y cuya infausta vigencia ha perdurado hasta nuestros días, cuando los avances tecnológicos carecen del adecuado parangón con la evolución humana. Sobrevivimos en una sociedad donde tener es más importante que ser y los episodios de menosprecio a la ancianidad más frecuentes que nunca. Incluso en Navidad. H *Escritora