Yo veía a Emilio Gastón como el padre moderno que todos los niños de 12 y 13 años queríamos tener entonces. El padre de Rafael, mi amigo y compañero del colegio nacional Gascón y Marín (entonces era nacional, no público) era un señor abogado que igual te enseñaba a tocar el piano que te contaba qué era eso de la democracia y los partidos políticos o te llevaba a descubrir las hierbas más extrañas del Pirineo. Su casa de Marina Moreno (se llamaba así el paseo) ya era un museo para mi. Pero por las 14 habitaciones de aquella vivienda familiar, gimnasio incluido, se respiraba un aire de libertad que encarnaba Emilio pero también la madre de sus hijos, Victoria Nicolás, la chica María José y las hermanas de mi amigo, Elena y Diana. Los viajes a la borda de Hecho, por aquella tortuosa carretera de los Mallos de Riglos, constituían unos momentos de esplendor familiar. Allí se recitaban poemas, se hacían esculturas de barro, se mimaba la naturaleza como nunca había visto entonces. De ahí salió la afición de Rafa por las setas, o la de la pobre Diana por la poesía. Un momento duro, en la vida de Emilio perder a su hija más querida con solo 10 años. Los momentos familiares se tornaron más duros por separaciones y alejamientos provocados por las circunstancias de la vida. Pero me quedo con aquel hombre que me llevó al Congreso para ver el lugar donde se cocía nuestra libertad y después fue capaz de dar una lección a todos de cómo se acercaba un político a la gente para poner en valor una figura como la del Justiciazgo que muchos aragoneses solo conocían por el monumento de la plaza Aragón de Zaragoza. Emilio se mojó por muchas causas y de sus inmensos ojos siempre se desprendía una sorpresa cómplice ante cualquier situación que transmitía paz mientras sus labios recitaban libertad. Descanse en paz. H