Los resultados del proceso de enseñanza-aprendizaje dependen de muchas variables que se entrelazan, siendo muy difícil demostrar cuál es el peso de cada una de ellas. Sin embargo, a poco que se reflexione, es fácil percatarse de que todas confluyen en el profesorado, que tiene que condimentar esa serie de variables para lograr que se conviertan en digestivas y saludables para los alumnos. Lo que diferencia a los países cuyos sistemas educativos son los mejor valorados en todas las evaluaciones internacionales de aquellos peor valorados, es la calidad de la formación del profesorado, los criterios para el reclutamiento de los profesores, los incentivos proporcionados para su formación permanente, su nivel de satisfacción, sus salarios y su reconocimiento social.

Si se analizan con detenimiento las leyes de educación españolas promulgadas a lo largo del siglo XX y del inicio del XXI, se comprueba que solo una se preocupó de la formación del profesorado: la Ley General de Educación de 1970. Las siete leyes aprobadas después de la llegada de la democracia, incluida la LOMCE ahora está en sede parlamentaria, no han hecho nada para mejorar la situación de los profesores. Por desgracia, podría afirmarse que cada una de ellas, especialmente la LOMCE, ha contribuido a desmotivar al profesorado, haciéndole cada vez más difícil el mantenimiento de la relación dialógica con los alumnos, que es el pilar fundamental de una enseñanza eficaz.

Antes de 1970, para ser profesor en una Escuela de Magisterio era obligatorio ser maestro y tener alguna experiencia profesional. Con la aprobación de aquella ley se suprimió esa obligación, lo cual permitió que el profesorado encargado de formar a los maestros solo hubiera pisado una escuela cuando era niño. En cambio, por primera vez se exigió al profesorado de la enseñanza secundaria la realización de un curso de formación psicopedagógica (el tristemente famoso CAP), pero fue tan baja su calidad, como ha sido reconocido de forma generalizada, que no contribuyó para nada a la mejora de la enseñanza. Quizás el aspecto más positivo de esa ley fue que elevó a rango universitario la formación del profesorado.

La ley socialista de 1990 (la LOGSE) se olvidó de la formación del profesorado, a pesar de que en los 20 años transcurridos desde la anterior ley España había sufrido grandes transformaciones económicas, sociales y, sobre todo, políticas. Desde mi punto de vista, lo más nefasto de esta ley fue que encargara a los profesores de los antiguos institutos de bachillerato la enseñanza de los alumnos de 12 a 16 años, manteniendo la exigencia de obtener previamente el disparatado Certificado de Aptitud Pedagógica creado en 1970.

En los 20 años transcurridos entre 1970 y 1990, se publicaron centenares de informes que demostraban la inutilidad del CAP y, sin embargo, la LOGSE lo mantuvo tal cual. Era más que evidente que si había sido inoperante para mejorar la enseñanza de un nivel que no era obligatorio (el bachillerato), mucho más lo iba a ser para un nivel que obligaba a los estudiantes desmotivados y en plena adolescencia a permanecer en la escuela hasta los 16 años. Ese disparate convirtió a la ESO en el cáncer de nuestro actual sistema educativo, tal y como ha sido corroborado en varias investigaciones.

A pesar de esa lamentable situación, las leyes posteriores han dejado indemne el modelo de formación del profesorado. El único cambio que se ha producido en los últimos años ha consistido en transformar el vergonzante CAP en un Máster tan ineficaz como el viejo Certificado de Aptitud Pedagógica. Es cierto que todavía no disponemos de la suficiente perspectiva histórica para evaluar la eficacia de este nuevo Máster, aunque sí conocemos el malestar de los estudiantes, expresado a través de quejas, huelgas y comunicados a los medios de comunicación.

La LOMCE, en lugar de intentar erradicar ese cáncer que supone la ESO, pretende conseguir la cuadratura del círculo, tratando de compatibilizar la obligatoriedad de ese nivel con la postergación de una parte de los estudiantes, mediante la creación de vías paralelas tempranas para los alumnos de mayor y de menor rendimiento escolar. O dicho con otras palabras: trata de convertir en excluyente un nivel que sigue siendo obligatorio por ley.

Si a todos esos despropósitos se unen los recortes en el número de profesores de apoyo, el aumento del número de alumnos por aula, el mantenimiento de un anticuado y sesgado modelo de selección del profesorado, y la desacreditación social de los profesores desde la propia administración educativa, no hay que ser muy expertos para darse cuenta de por qué España está a la cola del mundo civilizado en calidad de la educación escolar.

Gusdorf (1963), en un libro cuyo título es el mismo que he dado a este artículo, decía que un profesorado mal formado, desmotivado y sin reconocimiento social, se ve abocado a mantener con sus alumnos un diálogo sin comunicación, a establecer una comunión indirecta y sin plenitud cuya solución y resolución es perpetuamente rechazada por los alumnos. En ese caldo de cultivo, el profesor solo es una especie de espejismo y una coartada para aquellos políticos que se niegan a tomar conciencia de la situación real de los sistemas educativos.

Catedrático jubilado de Pedagogía