Cien días después de hacerse con la presidencia del Gobierno en un genial golpe de audacia, y de presentar un Ejecutivo de estupenda apariencia, Pedro Sánchez afronta un vendaval de críticas y acusaciones procedentes de las derechas (las centrípetas y alguna centrífuga), muy movilizadas contra todo amago socialdemócratas y la más mínima pretensión ética, sea relativa a la inmigración o a la venta de armas.

Los reaccionarios le recriminan a Sánchez lo que, en realidad, este no ha conseguido hacer. Por mucho que lo estruje, el presupuesto que maneja es el del PP. Además, sus proyectos destinados a incrementar la progresividad fiscal, en un país donde solo pagan de verdad las rentas del trabajo, ha chocado frontalmente con los intereses de bancos, multinacionales, petroleras, grandes empresas y otros poderes fácticos que, a la vista está, se situan muy por encima de cualquier gobierno. El actual Gabinete se va envainando sus propias intenciones, una tras otra, porque carece de fuerza real para enfrentarse a la oposición que despiertan. Pero, si la tuviese, tampoco podría hacer ciertas cosas, so pena de generar nuevos y mayores problemas económicos. Ahí ha estado el asunto de la venta de armas a los saudíes, donde sin que estos hayan dicho nada (que se sepa), a la ministra Robles le han caído encima las derechas (cuya hipocresía en estos temas suele ser bastante asquerosa) pero también los obreros de Navantia, de izquierda-izquierda, que consideran inabordable (como dijo Echenique) el ¿dilema? entre comer y vender artefactos asesinos.

Las instituciones democráticas no mandan. O no demasiado. Tampoco en los países desarrollados (en los otros, ni te cuento). Poderosos intereses económicos (e ideológicos) trazan los límites de lo que se puede, o no, hacer. En España, la constante reinterpretación del marco constitucional y de las leyes ha situado a la defensiva a gobiernos y parlamentos. Ahora mismo, el Ibex, los jueces y la Iglesia Católica deciden más. Por eso Franco sigue en el Valle y Junqueras, en el talego.