Cuando alguien querido desaparece para siempre, es muy difícil llenar su hueco entre aquellos que lo conocieron y amaron, pero cuando se trata de la vida de un niño de ocho años, resulta imposible describir el inmenso dolor de su madre, inmersa en un túnel negro donde ni siquiera se adivina una tenue luz. La tragedia se coló de improviso en la existencia de Patricia para arrebatarle su más preciado tesoro, mientras la imagen risueña de Gabriel se entronizaba en los corazones de todos los españoles, espectadores impotentes de una búsqueda baldía. Es fácil comprender la reacción generalizada que el terrible crimen ha suscitado y el apoyo moral prestado a su madre para acompañarla en el duelo, pero ello no excusa la expresión de sentimientos de odio y venganza por parte de aquellos para quienes mañana será un día más, tanto peor si la rabia se manifiesta por parte de perfectos desconocidos a través de las redes sociales. Para Patricia, en cambio, mañana, pasado mañana y todos los días tendrán amaneceres tan vacíos como la cama de Gabriel; nada ni nadie se lo puede devolver. Por eso tiene tanto valor la entereza que ha mostrado para sobreponerse al rencor y desvincularse del mensaje revanchista; las suyas son palabras de agradecimiento al apoyo recibido y de rechazo hacia el empeño en convertirla en depositaria de resentimiento vindicativo. Patricia quiere que el recuerdo de Gabriel, el «pescadito», impregne su memoria como una imagen indeleble de amor; aspira a que cuando, muy pronto, aun a pesar de los presumibles detalles escabrosos que nos inundarán durante los próximos días, el suceso desaparezca de los noticiarios, ha de prevalecer ante todo una lección de gran altura moral y dignidad humana. El odio sólo engendra más odio.

*Escritora