En los pueblos los hijos nacían antes en casa y hasta en el mismo lecho donde se les concebía, pero hoy se nace normalmente en una clínica urbana. Si pensamos que la mitad de los aragoneses viven ya en Zaragoza, acertaremos al afirmar que los zaragozanos de nacimiento son muchos más. Y es ahí o por ahí --por la urbe y por el orbe-- donde nosotros vivimos, nos movemos y somos hasta caer muertos quien sabe donde. Y como nosotros, todos los otros.

Como reza el título de una novela de Sender, el pueblo era antes "el lugar del hombre"; es decir, su mundo o el mundo de la vida para cuantos nacían y morían en él, los lugareños, y en tal sentido su patria y en todo caso el ombligo del mundo mundial que se extendía alrededor hasta perderse de vista. Pero los humanos, que no nacemos precisamente de las entrañas de la tierra sino de una mujer y por algo tenemos pies que no raíces, nos hemos alejado del "lugar" y hace tiempo que corremos por ahí cada vez más deprisa huyendo siempre de aquí. El éxodo rural, el aspecto más visible de la despoblación no conduce a otra tierra o patria prometida. No ha lugar, ni pueblo elegido que la busque todavía. Lo que hay más bien es la desbandada de sálvese quien pueda y, en el mejor de los casos, el mismo destino y el mismo reto: la plaza dura que nos emplaza a sobre el asfalto, no para arraigar o cultivar nuestro huerto, sino para exponer o negociar el fardo de nuestras diferencias personales y tradicionales antes de emprender juntos la historia universal de la humanidad.

Hemos pasado así del arraigo a los contactos. Y de las comunidades asentadas en su lugar donde la historia se detiene y el progreso se demora, a la comunicación permanente. Incluso aquellos pueblos que no pierden habitantes vemos que se despueblan al perder su forma de vida: las casas se llenan de gente que vive como en las ciudades, las calles se vacían de vecinos y nadie habita propiamente en el lugar donde está su cuerpo sino que anda por ahí enredando y enredado. Virtualmente conectado o sobre ruedas. No está aquí, te dirán si le llamas.

La propia piel.

Pero no solo nos movemos más y más deprisa, sino que el espacio físico se encoge al aumentar el tráfico y el espacio social también con el número de actores y de opciones en crecimiento exponencial: somos más y todos lo queremos todo. En un mundo cada vez más complejo y en un planeta cada vez más pequeño, a reventar, el problema es mundial y por tanto nuestro y no de nadie. Como la historia que hay que hacer, y lo demás historias para el consumo. Un género por cierto del que viven los figurantes, los novelistas y los malos políticos.

Dado que cualquier orden es limitado y no cabe todo dentro de un orden, ha llegado la hora de preguntarnos cuánta libertad queremos y podemos permitirnos y para cuántos en todo el planeta. Si queremos una patria humana y para los humanos sin exclusión, un orden sostenible y sostenido por todos y para todos, habrá que pensar ya en todos y con todos en lo que J. Habermas ha llamado un patriotismo constitucional cosmopolita asentado en los derechos humanos. Ese es el reto, y lo demás son cuentos: la cuenta que se hace cada uno para cuatro días que vivimos, y lo que nos cuentan algunos para vivir mejor que el común de los mortales.

Otra cosa sería --está siendo por desgracia-- la exclusión de los otros y la reclusión no ya en nosotros sino en la propia piel de un individualismo salvaje que va a lo suyo atropellando a los demás sin miramiento alguno. Pero esto no es volver al pueblo ni a los nacionalismos románticos de antaño, sino a la selva. Las fronteras no son más que las tapias de los corrales, y estos son de los ganaderos. Un patriotismo sin fronteras es lo que necesitamos. Y más que una patria bajo los pies un camino, compañero. Y el derecho a decidir de todos los seres humanos.