Más de 200.000 muertos, seis millones de desplazados y 45.000 desaparecidos. Este es el balance de una guerra, la más antigua de América, que desde 1958 hasta el 2012 ha enfrentado al Gobierno de Colombia con la guerrilla de las FARC. El acuerdo bilateral y definitivo de alto el fuego y cese de hostilidades que se oficializó recientemente en La Habana debe poner fin a este largo y correoso conflicto, cuya enorme magnitud se explica si pensamos que uno de cada seis colombianos se ha visto afectado por él.

El fin del enfrentamiento ha sido el resultado de negociaciones secretas, y otras públicas, iniciadas en el 2010 por la Administración del presidente Álvaro Uribe --por cierto, opuesto ahora al proceso-- con una guerrilla que ha visto el fracaso de la lucha armada. Como en todo acuerdo entre partes enfrentadas, ha tenido que haber cesiones de ambas. No es un pacto perfecto, pero es la constatación de que si se trata de llevar la justicia y la democracia a todos los rincones de Colombia no hay otro camino que el de la lucha política. Y como todo acuerdo de este tipo, queda una parte en la penumbra. Será la relativa a la impunidad de los contendientes que han cometido graves delitos en uno u otro bando. De la gestión de estas condiciones dependerá en parte el éxito del acuerdo.

El camino no será fácil, porque en Colombia hay zonas en las que durante medio siglo el Estado no ha existido y la guerrilla ha impuesto su ley a una población empobrecida y atrasada. El conflicto, además, ha generado el movimiento opuesto del paramilitarismo, tan violento como descontrolado, y la delincuencia del narcotráfico a gran escala. Será en estas zonas donde se jugará el futuro de Colombia, un futuro al que deberían sumarse otras fuerzas como la guerrilla minoritaria del ELN.

Pese a las dificultades que se otean en el horizonte, en un mundo tan complejo y con tantos conflictos abiertos o latentes, que se rubrique el fin de una guerra como la que ha enfrentado a los colombianos durante medio siglo, y que ha frenado el crecimiento de un país rico tanto económica como culturalmente, es una excelente noticia y el mejor ejemplo de que un choque cainita se puede resolver en una mesa de negociación por muy difícil que haya sido llegar al acuerdo final. También demuestra que el movimiento guerrillero ha tocado a su fin en América Latina.