En momentos de especial responsabilidad y ante asuntos de extraordinaria trascendencia, las expresiones "Altura de miras" y "Política de Estado" son utilizadas con profusión por nuestros políticos. Visten mucho y siempre quedan bien. Hasta podrían funcionar como títulos de película de otra época.

Responsabilidad es lo que los ciudadanos esperamos de los políticos cuando el espectáculo, tal vez necesario, de las campañas electorales ha echado el telón y toca empezar a cumplir lo prometido, interpretando al mismo tiempo la voluntad de los votantes.

Desde el 20-D hasta ahora ha transcurrido ya la friolera de un mes y medio y el "The End" sigue sin aparecer en pantalla. Esto empieza a parecer una de esas películas lentas, que prometen en sus primeros minutos, pero que al cabo de una hora exasperan por su opacidad y por el hastío profundo que provocan.

En este periodo poselectoral, a la cola del reparto de las irresponsabilidades cometidas, están todos. Nadie se salva de no estar en las mejores condiciones de pronunciar esas expresiones tan manidas como necesarias: "Altura de miras", "Política de Estado".

Aunque el PP ganó las elecciones, su presidente no puede seguir mirando hacia otra parte ignorando la corrupción generalizada en su partido y argumentando que se trata de casos aislados que él es el primero en lamentar. Rajoy debería haber comprendido que él mismo es ya parte del problema y no de la solución. Echarse a un lado tras constatar la imposibilidad de formar gobierno, dejando paso a otros candidatos de su partido menos infectados por la corrupción, tal vez habría facilitado un gran pacto de legislatura. En el fondo de su estrategia, la del PP y la de Rajoy, subyace la presunción de que una repetición de elecciones les será favorable.

Pedro Sánchez y PSOE hace tiempo que no son una misma cosa. La falta de confianza del partido en su líder y las luchas internas han condicionado y mucho la estrategia de Sánchez. Durante la campaña, enfrentándose a Rajoy como un kamikaze e hipotecando con ello el diálogo futuro. Después de la campaña, encastillándose en un profiláctico veto sin fisuras.

Grave irresponsabilidad la de Sánchez al no mover un dedo durante más de un mes, esperando el desgaste y derribo de Rajoy. Un ejercicio excesivo de equilibrismo. Ahora es su momento, pero las posibilidades de alcanzar un pacto parecen remotas y sólo se basan en el voluntarismo y en la necesidad que tienen, tanto él mismo como algunos de sus posibles aliados, de que no se repitan las elecciones. De modo inverosímil, uno de los perdedores pide que no le veten cuando él ha vetado absolutamente a un precario ganador.

Ciudadanos se desenvuelve bien como bisagra, aunque mediatizado por unas volátiles expectativas de voto si llegan a repetirse las elecciones. A nivel interno, su rápido y desordenado crecimiento empieza a pasar factura en forma de disensiones cada vez más evidentes y públicas: extraños "exilios", como el de Carolina Punset en Valencia, o masivos expedientes disciplinarios, como el de los 35 afiliados de Zaragoza, a quienes el chivato de la clase ha "pillado" cometiendo la muy grave falta de comunicarse privadamente en un grupo privado de WhatsApp. El tiempo de los eslóganes se acaba y la saludable autocrítica poselectoral deberá pasar del papel a la acción.

Por su parte, Podemos se parece mucho al PP al presumir que una eventual repetición de las elecciones le va a beneficiar. Eso le está permitiendo arrogarse barra libre de desplantes y vetos. Iglesias está convencido de que cuanto peor lo pasen el PSOE y Sánchez en esta negociación, más cerca estará su cóctel de confluencias de conseguir el mítico y ansiado sorpaso. Ciertamente, Sánchez hace una apuesta muy arriesgada al ponerse en manos de un Iglesias que puede dejarle colgado de la brocha en cualquier momento y con cualquier excusa.

Mientras tanto, la película se enlentece y los espectadores se revuelven en sus asientos lamentando haber comprado la entrada y preguntándose si no les habría ido mejor un paseo por el parque, aun a riesgo de asistir por azar a algún peligroso espectáculo de títeres.

En los palcos del viejo cine, escondidos tras gruesas cortinas están esos señores a quienes nadie conoce, les llaman inversores y están pensando en despedir al director, absorber a la productora, vender la sala de cine para construir viviendas, tomar las riendas de la Academia de cine y no volver a invitar jamás a ningún político a la gala de los Goya.

Escritor