Estamos ante una conjunción ideológico-política especialmente perturbadora. De un lado, la derecha española, siempre unida y compacta, se agita ahora en un relevo inaudito, un cambio de protagonistas que encrespa a los de Rajoy, descoloca al conservadurismo tradicional, rompe las inercias y eleva a Inés Arrimadas a los fotocromos de Telva. Se supone que los de la cúpula de Cs no son ninguna maravilla, pero los altos jefes del PP son un desastre.

Por suerte (para los de Mariano y los de Albert), los conceptos más absurdos (por reaccionarios) reinan en este país nuestro como si hubiésemos transitado por uno de esos agujeros de gusano hasta volver a los 60... o los 50. La imputación a Willy Toledo por insultar a Dios y a la Virgen María (por ejemplo) ha sido algo sensacional. Muchos pensábamos que Dios, por su naturaleza fantástica o espiritual, era ininsultable y desde luego indefecable. Si existiese, su omnipotencia podría castigar ipso facto al blasfemo sin necesidad de que intervieneran abogados cristianos, jueces y demás familia. Pero esto de atentar contra los sentimientos de las gentes de orden se está poniendo al alcance de cualquiera. La derecha (ahora en plural: las derechas) se está poniendo muy susceptible. Y espérate.

Esta actualidad surreal y desquiciada que nos rodea incluye otro factor que complementa al anterior: el ocaso de las izquierdas nuevas y viejas. Según las encuestas, el PSOE no acaba de remontar y Podemos se va derrumbando. La socialdemocracia se agosta en una crisis existencial porque el reformismo ya no es preciso cuando la revolución ha dejado de ser una amenaza para los poderosos. En cuanto al podemismo y a sus ¿socios? de Izquierda Unida, están demostrando una increíble incapacidad para superar los lugares comunes del leninismo, inservibles en esta edad histórica. Solo ha faltado el esperpento catalán para desencadenar al alucine total.

Así es como España va, vuelve, se indigna, flipa, llora, blasfema o insulta. Lo normal. Ya lo dijo ayer el concejal Cubero: «Os jodéis».