Si Cervantes se hubiera jubilado, la segunda parte de El Quijote no habría visto la luz; lo mismo podría afirmarse de gran número de obras maestras de la literatura universal, escritas cuando sus autores frisaban ya en una edad avanzada. Pues bien, según el criterio de nuestra Administración, los creadores que accedan a la jubilación han de elegir entre renunciar a su vocación y dejar de trabajar, o quedarse sin pensión por su incompatibilidad con los ingresos derivados del trabajo profesional. Penoso dilema que la reciente Plataforma Seguir Creando anhela solventar, al hilo de lo habitual en otras legislaciones europeas, para preservar el talento que los creadores con mayor experiencia aportan al acervo cultural de la sociedad. Por lo demás, el libro apenas genera riqueza económica; no, desde luego, para las librerías, cuyo penoso peregrinar entre números rojos pronto culmina bajando la persiana por última vez. A la vista de sus equilibrios financieros, tampoco los editores gozan de un porvenir halagüeño, lo cual explica que las liquidaciones por derechos de autor posean habitualmente reflejos fantasmales, de tal forma que al escritor no le merece la pena el esfuerzo de convertirlos en algo tangible: bastante tiene con librarse de contribuir económicamente al proyecto editorial. Con tantas tribulaciones, en nada resulta infundado conjeturar un futuro sombrío para el libro, con lo que ello implica para la lectura y, todavía peor, para el desarrollo del espíritu crítico. Cuando se hostiga a los creadores y se estimula su cese de actividad, lo que realmente se jubila es el libro. Se jubila la cultura. A cambio, ¡viva la ignorancia!, algo de lo que ya nos vienen advirtiendo los informes PISA. Escritora