Tengo la impresión de haber llegado al cabo de la calle en estas elecciones; es decir, a la plaza. La plaza es una metáfora de la situación política y algo más, es la imagen de un hombre abierto en un mundo abierto. Aunque a veces coincide una la plaza con la del mercado o de la iglesia, me refiero aquí solo a la plaza del pueblo: un espacio abierto al público en general, que nadie ocupa en su totalidad y del que a nadie se desplaza. Lo contrario de la plaza es la pirámide que no se mueve, que acaba en punta por el centro y este domina sobre toda la base.

La plaza no es un lugar para quedarnos sino una situación de la que hay que salir para entrar en otra: es la plaza que nos emplaza ante el futuro y nos compromete en el camino que se hace al andar. No el río que nos lleva y cuyo curso está trazado de antemano fatalmente, sino la historia en que nos va la vida y que aún podemos hacer como ciudadanos libres y responsables. Es también ciertamente la circunstancia que limita las posibilidades humanas y reduce nuestra la libertad de elección, porque no todo es posible en cualquier momento y lugar; pero la plaza no es un corral, ni el cabo de la calle --o de todos los caminos por donde discurren las historias particulares-- el fin de la historia necesariamente. Al contrario, en un mundo mundial --donde terminan las historias particulares-- puede ser la plaza el principio de una historia general que afecte a todos los humanos.

Incluso puede ser, debería ser, el principio de una historia universal de todos y para todos, una historia humana de calidad. Que es lo que será siempre y cuando en la plaza del mercado donde todos gritan y acaparan, no se desplace a la competencia. Y el libre mercado donde todo se vende y se negocia, esa plaza, no sustituya o desplace a la del pueblo y la democracia. Porque ese es el reto hoy, aquí mismo, y en el mundo entero: que en la aldea global donde habitamos no falte el ágora y los ciudadanos.

Bien sé y lo reconozco que en realidad de verdad esa plaza donde todos caben está en las nubes, como el agua de lluvia, y sobre la tierra el barro. Bien sé que el ágora y el mercado se mezclan como el trigo y la paja en la era, donde se recogen las espigas esparcidas por los montes, se trilla la parva, se aventa, se criba y se recoge el trigo para hacer el pan. Pero las ideas son para eso, no para comerlas sino para hacer el pan. Las ideas son la máxima y trabajan siempre a largo plazo en la conciencia. Como la moral, que es muy señora, no se produce ni se compra ni es por tanto un recurso económico. Cuando los políticos apelan a la moral y la demandan, porque truena, se acuerdan de Santa Bárbara; pero la moral no está en venta y no hay dios que escuche a los gobernantes excepto algunos pocos despistados que no se enteran mientras ellos se pasan de listos y piensan que con eso ya escampará.

No obstante en cualquier situación, para salir, hay que dar el primer paso con un pie en el suelo y otro en el cielo: no sin olfato, pero con vista. Atentos a lo inmediato, claro, pero no oliendo solo el hueso o el rastro como los perros sino con los dos ojos abiertos y sin perder el Norte que nos guía. Los ideales son para eso, para caminar, aunque solo pensando no se hace el camino. Pero si se camina sin pensar no se va: nos llevan, y para eso es mejor no moverse. O ir a la plaza para bailar, que esa es otra: celebrar los hechos sin hacer nada, hasta que tengamos que elegir a otros representantes del mercado político en las mismas urnas.

La política es el arte de lo posible y, en tal sentido, una técnica. Nunca una artimaña. Un buen político no es necesariamente un político bueno, ni a la inversa. Si es una buena persona, tanto mejor, pero si solo es eso tampoco sirve. Claro que en las actuales circunstancias la honestidad manifiesta se supone, se exige y está bajo sospecha. Eso espero. No obstante, dejando la moral y las ideas a largo plazo, se requiere a corto y a medio la aproximación de lo mejor a lo menos malo, de la comunidad ideal consolidada --anticipada-- a la comunicación permanente bajo unas leyes viables aunque imperfectas que la hagan posible. Un orden jurídico que pueda ser aceptado incluso por los pobres diablos que todavía somos. Y aquí, entre nosotros, una constitución, revisada o sustituida por otra revisable. Pero salvando en lo posible --en el camino-- la fe en la democracia y las reglas que la sustentan. Ha llegado la hora de pactar y consensuar todo lo que podamos y de negociar lo menos posible.