Confesaré mi pecado: me gusta el dulce. Quizá algún dietista se escandalizará si lee mi confesión: cada día como dulce. Más aún, ya hace años que me dedico a consumir esta droga y hasta ahora no me ha hecho ninguna mala jugada. Eso sí, practico este vicio sin caer en el apostolado. Porque estoy al tanto de lo que dicen los que entienden: el consumo excesivo introduce desequilibrios en el metabolismo, aumenta la necesidad del complejo vitamínico B, favorece las caries y posibilita la obesidad y también la diabetes. No lo discutiré, la bioquímica me merece gran respeto. Lo que pasa es que la bioquímica a veces está un poco distraída y no practica lo que dicen sus principios. Y si se me permite una pequeña broma -por compensar la advertencia científica- recordaré que Sucre es el nombre de un estado de Venezuela, la capital de Bolivia y un departamento de Colombia. (Aviso para expertos: ya sé que estos azúcares no tienen que ver con la sustancia dulce). Reconozco que a veces no soy muy dulce en el trato con algunas personas, incluso al empezar a responder una entrevista. Es posible que en alguna ocasión aparezca un indicio de mi juvenil timidez. Me cuesta azucarar a la gente, sobre todo aquella a la que quiero o admiro. Soy sucrófilo, qué le vamos a hacer. Quisiera creer que este riesgo que amenaza la salud tiene, como compensación, un amor por la dulzura que puede acompañarnos en la vida. Una vida que tiene, inevitablemente, unos momentos amargos. De vez en cuando le pido: «Sí, un poco de azúcar, por favor».

*Escritor