Cuando Jose Maria Maravall planteó a comienzos de este siglo en su libro El control de los políticos innumerables interrogantes y denuncias sobre la vida política que él conoció y vivió en primera línea, lo hizo en un marco socioeconómico donde los datos del CIS (enero del 2003) recogían como primeras preocupaciones de los ciudadanos, el paro (59%), el terrorismo de ETA (48%), la inseguridad ciudadana (25%) los problemas económicos (11%) y la situación político entre mala y muy mala era del 28%.

De ahí que la relación entre votantes y políticos analizada en el contexto tradicional de la democracia representativa, le sirvió para cuestionar el papel de sus diferentes componentes, sin más afán que mejorarla.

Es al analizar el ejercicio diario de la política democrática, donde se le abren enormes interrogantes. ¿Cómo evitar la elección de un político que va a incumplir sus promesas? Cómo podemos los votantes controlarlos democráticamente? ¿Quién determina la agenda política de las instituciones, los medios de comunicación, los partidos políticos? ¿Siguen siendo los partidos intermediarios entre los dirigentes y los ciudadanos? ¿Porqué se ocultan siempre las políticas impopulares, la corrupción y los escándalos con los mismos argumentos? ¿La credibilidad y el respeto a los líderes pueden ser determinantes en la aceptación de sacrificios por la ciudadanía?

Solo doce años después, «La política en tiempos de indignación» de Daniel Innerarity recoge una realidad política que va mucho más allá, de los interrogantes planteados; se cuestionan cosas que dábamos por compartidas, imperceptibles entonces, confusas ahora. Seguramente la crisis económica las aceleró, haciendo más visibles los defectos del sistema; sus injusticias han arrastrado enormes cambios sociológicos en muy poco tiempo. El CIS de enero de este año refleja cómo a pesar de seguir señalando como primera preocupación el paro (73,3%), sitúa la corrupción (34%) y los políticos (24,5%) en prioridades difíciles de asumir, más si tenemos en cuenta que la valoración de la situación política como mala y muy mala llega al 66,8% del total de los encuestados.

La indignación es un tsunami sobre las instituciones, los políticos, los partidos, la representación, la toma de decisiones, el carácter de la democracia representativa, los liderazgos, las políticas a aplicar. Todo, hasta aquellas cosas que formaban parte del ADN de nuestra vida democrática, el respeto a la discrepancia, el valor del contrario, el diálogo, la búsqueda de mayorías, la confianza en los acuerdos, los límites a la imposición ideológica, el impulso a la sociedad civil, la creencia en los funcionarios y técnicos cualificados.

RESULTA difícil desprenderse en tan poco tiempo de aquello que, a pesar de sus defectos, ha posibilitado avanzar a este país, tras cuarenta años de obscuras noches de injusticia y sadismo. Por eso, llego a pensar, si no estamos trasladando a la política y los políticos nuestras frustraciones, complejos y culpas, por no haber sido capaces de reformar el evidente deterioro del sistema. Todos conocíamos la impunidad de los corruptos, el abuso de algunas instituciones, la pasividad de los partidos políticos con los destrozos de la austeridad, y la impotencia de los débiles. Sólo los movimientos sociales acabaron con su invisibilidad y construyeron un relato, formulando alternativas bajo el paraguas de la indignación.

Cuando desde la calle se transformaron en una opción política, incómoda para las élites, capaz de romper el bipartidismo y disputar la hegemonía en la izquierda, aquellas mareas sectoriales y movimientos callejeros se replegaron en la cáscara, abandonando cualquier sentido del deber cívico, expectantes ante las nuevas condiciones políticas.

Competir en las instituciones y batallar en las contiendas electorales, desgasta, ensombrece el brillo de rutilantes ideas y envejece actuaciones y posturas. Las contradicciones, incoherencias y rebajas de promesas, hacen mella, y otra vez, las expectativas comienzan a cerrarse, el descrédito les envuelve y la primavera los marchita.

Al final los programas se achican y la solidaridad con los excluidos y los casos de corrupción pasan a ser los vectores centrales sobre los que se construye el verdadero discurso político, hegemónico en las élites, abrazado por los más castigados por la crisis, el discurso de la antipolitica. Recuperar y fortalecer el papel central de la política, puede ser el punto de encuentro entre los interrogantes y las inquietudes de los profesores Maravall e Innerarity, porque «la política es el único poder al alcance de los que no tienen poder». Después de todo, debilitarla es el peor servicio que se le puede hacer a la ciudadanía.

La izquierda necesita canalizar la indignación vivida en acciones productivas, en alternativas viables, en proyectos constructivos, rebajar la intransigencia y evitar el cainismo es tan importante como acordar un presupuesto o financiar reivindicados programas, porque después de cinco años, no tenemos una democracia más fuerte sino una izquierda más numerosa.