Los tribunales de lo Contencioso-Administrativo se han convertido en la pared de frontón donde una serie de iniciativas institucionales (todas ellas con un parecido enfoque ideológico o una similar intención administrativa) se estrellan y rebotan de forma sistemática. Reducción de conciertos educativos, inmatriculaciones de edificios dedicados al culto religioso, intentos de controlar y sancionar a las contratas privadas de servicios públicos, remunicipalizaciones de dichos servicios... todo queda detenido mediante drásticas medidas cautelares. O simplemente es rechazado de forma no menos drástica. Antes, hace años, ya ocurrió cosa similar con el frustrado intento de rehabilitar La Romareda mediante convenio con una constructora. Luego, un colegio edificado en Cuarte por una empresa vinculada a la trama Púnica hubo de ser concertado por el Gobierno de Aragón en contra de los informes técnicos y sin que el edificio estuviese acabado. Autos, sentencias. La última palabra. Vale.

Cabe suponer la independencia y solvencia profesional de las juezas y los jueces que fallan. Incluso podemos dar por cierto que las administraciones contrariadas no hicieron las cosas bien. Existe una leyenda urbana según la cual la gente de la plataforma ZeC, que gobierna a trancas y barrancas el Ayuntamiento de Zaragoza, se las apaña para meter la pata al menos un par de veces por semana. La extraña habilidad del concejal Cubero para liarse ante los magistrados, por ejemplo, se está haciendo legendaria... Pero choca, y mucho, que las inabordables instituciones, ante las cuales el ciudadano de a pie ni se plantea litigar para no perder pleito y costas, se vean humilladas y desmentidas cuando los casos son los que son. Casi resulta sospechoso que los tribunales sólo desborden la capacidad de decisión de los gobiernos (a los que llamamos, no sé si con propiedad, ejecutivos), cuando estos se sitúan en determinadas tendencias o molestan a determinados poderes fácticos.

Aunque, claro, una cosa es la Ley, y otra... cómo se la interpreta.