La política, según el canon clásico, debería ser una de las bellas artes, pero en España se está convirtiendo en una de las malas, o de las peores artes de nuestra sociedad, que asiste indefensa, escandalizada, «a las cosas de los políticos», tan diferentes de las suyas.

Después de dos elecciones generales casi consecutivas, el ciudadano merecería disfrutar de un gobierno estable y de una oposición responsable, pero no es así. No lo es en Madrid, donde la división a cuatro (a ocho, sumando nacionalistas), es permanente. Tampoco lo es en Aragón, donde el ejecutivo autonómico depende de pactos que se suscriben por la mañana y se rompen por la tarde. No digamos ya en el Ayuntamiento de Zaragoza, donde la división entre la ZeC de Pedro Santisteve y el PSOE de Carlos Pérez Anadón es tan profunda que hace impensable sacar adelante una política de izquierdas. También cuecen habas en el Parlamento nacional, donde la brecha entre PP y Ciudadanos se está haciendo tan ancha que planificar a medio plazo una política conservadora de centro derecha se está convirtiendo igualmente en utopía.

Tan alicorta es la mentalidad partidista que contamina la práctica política que incluso las herramientas parlamentarias, desde las transaccionales hasta mociones o reprobaciones, están al servicio de este o aquel interés o sigla.

Si un determinado partido se levanta de la mesa de Educación, donde se venía (en pasado, pues ya se ha roto) intentando alcanzar un consenso que beneficiase al sector; o si otro partido se rasga las vestiduras con la prisión revisable, las pensiones, la corrupción o cualquier otro asunto de candente actualidad, el elector sospecha automáticamente que están intentando atraerle, fijar o conquistar su voto. No se percibe al político, al presidente, al ministro, como un representante del país, como un gestor de los asuntos públicos, sino como un miembro integrante de una secta que comulga con dogmas distintos a los de otras sectas convocadas al aquelarre del poder. El ideal de la polis, del buen gobierno, se estrella a diario con la mentalidad cortoplacista de una casta obsesionada con sus propios beneficios, en forma de bicocas y votos. Los nuevos partidos, esperanza de cambio en las formas y en la renovación ideológica, no deberían convertirse en celosos cortesanos ni en malos profesionales de la política, pero no van por el buen camino.