Desde su origen, la política ha consistido en la búsqueda de la palabra por parte de las clases dominadas, reducidas al silencio por los poderosos. Uno de los primeros testimonios sobre esta cuestión lo encontramos en la Ilíada, donde Homero narra el episodio de Tersites. Tras nueve años de guerra y asedio de Troya por una causa que no les va ni les viene, recuperar a Helena, mujer de Menelao, el malestar cunde en el ejército, hasta el punto de que un plebeyo se atreve a tomar la palabra en la asamblea para dar voz al descontento. Odiseo se acerca a él y le golpea con dureza, recordándole que no tiene derecho a hablar en la asamblea de «los reyes, hijos de los dioses». El silencio de Tersites expresa la condición histórica de las clases dominadas: el silencio.

La política de esas clases dominadas ha sido, entre otras cosas, el esfuerzo de alcanzar la palabra, el derecho a expresarse públicamente. Es la libertad de expresión, consagrada en nuestras actuales constituciones y uno de los logros más importantes de las luchas sociales que nos anteceden y conforman nuestro presente. Porque nadie crea que las clases dominantes conceden nunca nada de manera voluntaria. La historia nos muestra que hay que arrancárselo, en muchas ocasiones, de manera trágica. Mucho habría que hablar, en todo caso, de la efectividad de esa libertad de expresión en nuestras sociedades, en las que la comunicación efectiva, real, políticamente relevante, queda en manos, de nuevo, de los poderosos, que son quienes tienen la capacidad económica para promover televisiones y radios. Y de cómo afrontar ese contemporáneo «silencio de Tersites», pero no me detendré ahora en ello.

Quizá precisamente por esa necesidad de alcanzar la palabra, la tradición crítica de las clases subalternas no ha prestado atención a lo que debiera ser el efecto paralelo de la palabra, la escucha. Desde mi punto de vista, la escucha es un elemento imprescindible para articular una nueva política de trazos antagonistas. Con política no me refiero a la pantomima que hoy se desarrolla en nuestros parlamentos, en los que la palabra está vacía y adulterada y la escucha es inexistente. Por política entiendo una práctica dirigida a intervenir en beneficio de la mayoría social desde la voluntad de dar solución a los enormes retos que se le presentan a la ciudadanía contemporánea. Algo que, desde luego, no figura entre las preocupaciones de los políticos del sistema.

En esa política del común, así podríamos denominarla, una vez alcanzada lo que los griegos llamaban isegoría, igual acceso a la palabra, se trata de centrarse en la escucha del otro, de sus ra-zones y preocupaciones. La historia de nuestra militancia es la de la obsesión por decir. Un decir, además, que se cree cargado de verdad, que se entiende muchas veces como expresión del único punto de vista válido. Y de ahí que las otras voces supusieran desviaciones de esa verdad y que, por tanto, debieran ser acalladas o tenidas como enemigas. Esa es la triste historia de nuestra tradición, que explica la atomización histórica de eso que hemos llamado izquierda. Cada una con su pequeña verdad.

La nueva política pasa por hablar menos y escuchar más. Entender lo que el otro quiere decir, para intentar establecer lazos, vínculos,para ver si es posible traducir sus preocupaciones a las propias. O ver si me puedo hacer cargo de preocupaciones que hasta ese momento me habían pasado inadvertidas. Y digo traducir porque en ocasiones con lenguajes diferentes, por su carácter sectorial, por la diferente tradición en la que se apoyan, quizá estemos manifestando preocupaciones compartidas a las que podríamos hacer frente conjuntamente. Mientras sigamos presos de la inercia de la propia palabra, de nuestra verdad incuestionada, se hará imposible construir una política de amplia base social. Ello nos debe hacer repensar la forma partido y sus vicios inherentes, pero eso, también, es otro tema. Hace unos días, Pedro Santisteve, alcalde de Zaragoza, abría las puertas de su despacho a un grupo de ciudadanos y ciudadanas que se habían congregado a las puertas del ayuntamiento para protestar por algo que ni siquiera es competencia municipal. Escuchó y explicó. Y probablemente, también tomó nota. Ojalá este gesto sea síntoma de esa voluntad, presente ya en muchos sectores, de hacer política de otro modo. Un modo en el que palabra y escucha deben ser caras de la misma moneda.