Teniendo en cuenta que mañana, 25 de septiembre, se celebran las elecciones vascas y gallegas, y su resultado puede influir en un posible gobierno de España, propongo hablar hoy de algo más intemporal.

Una idea de la que no pocos analistas, entre los que humildemente me cuento, hemos escrito es la reivindicación de la política: menos obviedades y fraseología hueca y más proyectos y objetivos políticos. Debemos llegar a la conclusión de que los políticos son anecdóticos y coyunturales mientras que la política es categórica y estructural. Y en estos momentos de hartazgo electoral, y las correspondientes campañas llenas de trivialidades y chascarrillos, es más necesario que nunca hablar de política y menos de políticos, con sus intereses personales de supervivencia.

Siempre he sostenido que la bondad o maldad de la política llega a los ciudadanos desde las instituciones. Es su buen o mal funcionamiento lo que repercute en la sociedad, y no las declaraciones ampulosas de los dirigentes. ¿A cuántos políticos les importa el buen funcionamiento de las instituciones? ¿Cuántos políticos realizan planificaciones estratégicas, planes directores o evaluaciones por objetivos en sus instituciones? ¿Cuántos dirigentes son escrupulosos en el cumplimiento de la ley? ¿Cuántos se empeñan en la formación permanente de sus empleados públicos? La desafección política existe porque los ciudadanos observan que las instituciones no siempre sirven para mejorar su vida, que es el objetivo primordial de toda política. Más aún, que los verdaderos poderes fácticos (ajenos a las instituciones) son los que marcan las políticas, mientras las instituciones son meros órganos formales que dan la conformidad a posteriori. Y ahora, en plena crisis (que no ha acabado, ni mucho menos), nos teorizan que la economía prima y manda sobre la política. Si esto es cierto, que parece que sí, sobra todo esfuerzo intelectual discernidor entre las distintas opciones políticas. Los ayuntamientos, las CCAA, el propio Estado, se declaran impotentes ante las directivas y prescripciones exógenas y sus consecuencias esterilizadoras sobre la acción política propia. Los distintos gobiernos se dedican a meras labores de maquillaje y los parlamentos y plenos a simples gestos de forzado asentimiento.

Si no espabilamos, estamos hablando de un fracaso rotundo de la democracia. Y así, es lógico que los ciudadanos no vean utilidad a su voto. Una de las claves de una democracia representativa es el control ciudadano sobre sus representantes. Y la participación pública es el instrumento más idóneo para que ello sea posible. Pero la participación pública es el hecho más manipulable que existe.

EL ASAMBLEÍSMO demagógico y estéril, la participación en encuestas opacas y manipulables, las llamadas incendiarias al pueblo, a la gente, a la sociedad, no sirven para nada si no hay previamente una información fiable, inteligible y evaluable. ¿Para qué sirven unos presupuestos con unas partidas ininteligibles para los propios políticos? ¿Para qué unos pliegos de adjudicación cuya interpretación de sus cláusulas solo está al alcance de los hacedores de dichos pliegos? Sucede lo mismo que en la parábola de Alicia: las palabras significan lo que el que manda quiere que signifiquen.

Los sondeos son otro invento de la manipulación por parte de los llamados poderes fácticos. ¿Por qué si no los medios de comunicación más influyentes son propiedad de los bancos y las grandes empresas del Ibex? Para hacer unas preguntas cuyas respuestas son obligadas lógicamente. En las encuestas la clave está en las preguntas y no tanto en las respuestas. Si además añadimos la cocina, el resultado es redondo para los intereses de los encuestadores. Y los partidos políticos, en lugar de elaborar programas y objetivos verdaderamente políticos, en el sentido de transformar la sociedad, dictan sus discursos reproduciendo lo que dicen las encuestas y los sondeos. ¿Dónde están las convicciones? La "nueva política" es una mera estrategia de comunicación para bobalicones y modernos. Todo menos políticas públicas de interés para la mayoría, que con frecuencia tienen que ser impopulares. Los políticos serios no hacen populismo sino que intentan convencer a la sociedad de que su proyecto político es el mejor, independiente de si los resultados electorales le son propicios. La política es un proyecto a largo plazo, donde el decir y el hacer deben ser coherentes y no estar a la última moda o tacticismo. La opinión popular cuenta y condiciona, pero no determina la política. Profesor de filosofía