Se habla mucho sobre los peligros de las redes sociales por su capacidad de propagar noticias falsas. En realidad, lo más preocupante de esta era hiperconectada es, sin embargo, algo más cotidiano y bastante más letal: nuestra distracción y confusión. «No es inusual ver un patio de recreo donde los niños ya no juegan al rescate o al fútbol, sino que se lo pasan mirando su teléfono», ha dicho Jean-Michel Blanquer, ministro de Educación en Francia y partidario de suprimir los teléfonos móviles en las escuelas. Los niños no tienen la culpa, claro. Imitan a sus padres.

Algunos estudios sostienen que encendemos, tocamos o interactuamos de alguna forma con el teléfono hasta 2.617 veces al día. Unos más y otros menos, vivimos todas las generaciones cada vez más pendientes de esa pantalla de luces que nos cabe en el bolsillo pero nos conecta con el mundo. La irresistible tentación de la instantaneidad global, envuelta en la utopía de vivir sin distancias, nos está llevando a perder la cabeza. Queremos emociones inmediatas, libres de esfuerzos incómodos.

Es revelador un artículo reciente en The Guardian sobre la desintoxicación que están llevando a cabo algunos de los gurús que impulsaron las grandes plataformas digitales. Vivimos en una «atención parcial constante», alertan, que limita nuestra atención y afecta a nuestra inteligencia. Uno de ellos, Justin Rosenstein, el inventor de los me gusta en Facebook, se ha desinstalado la aplicación. «Los me gusta son brillantes rings de seudoplacer que pueden ser tan vacíos como seductores», dice su creador.

imposible imaginar la división social de los fenómenos políticos de nuestro tiempo -sea brexit, Donald Trump o la reciente tentativa secesionista en Cataluña- sin la hiperconectividad en la que viven políticos y electores. Tiempo de emociones, impulsos y chispazos, en Barcelona, Londres y Washington. Y en tantos otros sitios naturalmente.

Imaginar a Donald Trump en Twitter es como pensar en un panadero con las manos blancas. Sin harina ni red social no tendrían razón de ser. Cuenta Michael Ignatieff en sus memorias políticas -Fuego y Cenizas (2014)- que al entrar en política tuvo que renunciar a uno de los grandes placeres de la vida: decir lo primero que se le pasaba por la cabeza. Quizá por eso fracasó en esta era de política líquida y el locuaz Trump, subido en su pajarito azul, nos tiene entretenidos y atormentados desde la Casa Blanca.

En esta «era del eterno presente» -seguimos con Ignatieff- tendemos en la esfera de los asuntos públicos a no distinguir lo inmediato de lo urgente, lo anecdótico de lo fundamental. Cuenta Kapuscinski que tomaba notas y no empleaba la grabadora en sus entrevistas porque los interpelados «hablan de otra manera, perdiendo la naturalidad y originalidad de su lengua, que se vuelve formal, artificial, forzada». Las redes, que nos obligan a estar siempre en guardia, nos afilan los colmillos. Nada como un buen zasca.

¿Cómo es posible que sigamos discutiendo si es posible investir a un president que está imputado por varios delitos y vive en Bruselas? Más allá del reglamento, un poco de sentido común. Nuestro sistema constitucional se basa en la representación, el president se debe a los catalanes -a todos, no solo a sus votantes- y debe rendir cuentas periódicamente en la Cámara; debe despachar asuntos con colaboradores y recibir a líderes en el palacio de la Generalitat.

Puigdemont vive refugiado en su cuenta de Twitter, alejado de la realidad catalana y aislado de quienes no piensan como él. No es un secreto que las redes sociales generan burbujas que tienen a reforzar nuestra opinión. Tampoco es casual que en el último de sus artículos en Politico, influyente medio europeo, el expresident se olvidara de mencionar a la mitad catalana que está radicalmente en desacuerdo con él.

Telegrama a Bruselas, extraído del libro de Ignatieff: «A pesar de todos los vaticinios acerca de internet como facilitador de la democracia, en realidad podría hacer que perdiéramos el aspecto que hace de ella algo verdaderamente democrático: el contacto físico entre los votantes y los políticos». Porque rebajar la Generalitat a un grupo de WhatsApp con un president tuitero al frente puede producir un chute de emociones instantáneas para sus seguidores, pero resulta un disparate. La Cataluña de carne y hueso no merece ser el último rehén de la estrategia de salvación judicial de Carles Puigdemont. H *Periodista