Se llama "representante" al que representa, al que esta aquí ocupando el lugar de otro que está ausente. Un actor representa a un personaje ausente. Ya sea de ficción que nunca fue de este mundo, del pasado que fue pero hoy está muerto, o del presente que es pero está en otro sitio: en la higuera quizás o sentado, incluso, en la butaca. El actor hace su papel, que es hacer de otro a su manera. La interpretación es suya, pero él mismo es como si no fuera: como sujeto o percha de la que pende y depende la presencia virtual del personaje. Por eso cuando enseña la pata la mete, aparece la percha y lo que hace entonces es un papelón. Como la mona que se viste de seda. Los figurantes que van de acá para allá, de las trincheras del frente del Ebro a los sitios de Zaragoza o a un mercado medieval, son también representantes: no están ahí para hacer historia, están para representarla. Y el público que asiste al "evento", tampoco: asiste para ver un espectáculo. En la historia solo están quienes la hacen.

Se llama también representante a quien representa un producto, al comercial que lo vende, ya sea un artículo de consumo, una herramienta, un servicio, una ideología o un programa político. Todo lo que se vende,cualquier mercancía, tiene su representante en el mercado. El representante que lo lleva representa también a la empresa, a la marca, a las siglas, a la madre que lo parió, a los dueños y accionistas, y además lo ofrece, lo muestra y lo "presenta" a la clientela mejorando el presente con un valor añadido. Ni él es lo que representa, ni lo representado lo que parece. La presentación del representante y la presentación del producto: la publicidad y/o la propaganda, la envoltura, mejoran el artículo cualquiera que éste sea. De un representante comercial quienes le pagan esperan que represente y venda bien su mercancía. O sea, que venda la moto a la clientela. Pero a veces se hace valer y se queda con el poder añadido y la cartera de pedidos.

Por último --y es a lo que voy al comenzar otra campaña, ¡qué pena!-- llamamos representantes a los diputados y decimos que el parlamento en pleno representa al pueblo soberano. El pueblo como tal no es una persona física y solo entra en acción por medio de representantes. El respetable público somos en este caso los ciudadanos, no cada uno sino todos juntos, y nuestros representantes los políticos que elegimos. En esa liturgia --o servicio público, como llamaban los griegos a la política-- los elegidos están para servir al pueblo: para oficiar en nombre del pueblo y para el pueblo. No ocupan un escaño o sillón en el gobierno para hacer carrera, la suya, sino para hacer historia: la nuestra, la de todo el pueblo. Si están en su lugar, es decir, en lugar nuestro, solo les queda como suya la interpretación que puede ser buena o mala. Muy mala si actúan como los malos actores que atraen la atención del respetable sobre ellos mismos cuando todo va bien y esconden la percha haciendo mutis cuando el papel no les gusta. Y peor aún si cabe cuando hacen política de mercado y se quedan con el valor añadido: cuando prevalece su carrera al programa, y el programa del partido a la historia de la nación; por no hablar de la historia de Europa y del mundo entero, que también es nuestra pero les cae muy lejos al parecer de sus intereses. ¿Y de los nuestros? Esta pregunta no es inocente. Pues también nosotros, cuando votamos, decidimos personalmente como representantes. Un voto es en el mundo como el vuelo de una mariposa, no pasa en vano para bien o para mal.

Ni la mala interpretación de los actores que deslucen al personaje sacando a relucir su persona, ni la buena presentación de la mercancía cuyo valor añadido se llevan los comerciales, puede evitarse en el caso de los representantes políticos - que van también a lo suyo si el pueblo soberano se distrae y no controla la representación. Si no entra en la historia y se queda en la butaca o el sofá viendo el espectáculo. O lo que es lo mismo, si cada ciudadano --pero todos juntos-- no vigila y decide con su propio voto. Privatizar un oficio público es una corrupción. Sacrificar el bien común al interés individual, de parte o partidista, es una corrupción de la democracia. Pero cuando para un representante político su papel es precisamente estar en lugar del pueblo, resulta para el pueblo soberano hacer el memo si no actúa ni ejerce como tal. La presencia de esa distracción o despiste en el que no se piensa es lo que más da que pensar: es la presencia de una ausencia, que ni siquiera se echa en falta. Nada nos aleja tanto de una democracia verdadera que un pueblo soberano que no ejerce. Ese es el cirio en el que estamos metidos. Y del que no saldremos si cada palo no aguanta su vela. Filósofo