Uno de los modos de dominio ideológico es el del establecimiento de los límites de lo políticamente correcto. A través de este concepto, de origen anglosajón, se pretende establecer el marco en el que debe desarrollarse el discurso político, señalando la inconveniencia de su superación. Podríamos relacionarlo, por su modo de actuar, con el de sentido común, pues ambos son dispositivos que se intenta que el sujeto interiorice para que, de ese modo, sea el propio sujeto el que se autolimite en sus expresiones políticas. Foucault decía que la eficacia de la ley radica en su disimulación, en su ocultamiento como ley, pues cuando el poder se hace visible, el sujeto se hace consciente del dominio y puede cuestionarlo. Ahora bien, si el dominio ha sido interiorizado y naturalizado, el sujeto queda sometido sin conciencia de que ese sometimiento es impuesto desde el exterior. De ahí su enorme eficacia. En todo caso, tanto uno como otro concepto marcan un campo político de juego que se sabe es problemático cuestionar.

Esos modelos de dominio son sociales, pero también sectoriales. Quiero decir que en cada sector social también se generan discurso específicos políticamente correctos. De un tiempo a esta parte, en la izquierda alternativa se está asentando cada vez más esa idea de lo políticamente correcto, aunque no sea denominada así. Una idea que entiendo es perniciosa para una cultura de la pluralidad, la autonomía, incluso de la libertad, que es la que representa esa izquierda.

El campo de lo políticamente correcto en esa izquierda viene definido por parámetros que aluden no tanto a posiciones ideológicas, que esas sí son plurales, sino a opciones vitales. De una manera a mi modo de ver contradictoria, una parte de esa izquierda, plural en lo ideológico, pretende definir lo que es la "vida buena y correcta", lo que supone, desde mi punto de vista, reproducir modelos dogmáticos y no entender nada de lo que supone construir una propuesta social plural, en la que, se supone, la verdad debe ser desterrada. Esa vida buena y correcta viene atravesada por tres identidades: el veganismo/vegetarianismo, el animalismo y la crítica de la heterosexualidad. Desviarse de esa normatividad alternativa parece constituir un sujeto no verdaderamente implicado o ajustado al modelo correcto de militancia.

Desde mi punto de vista (es la tercera vez que escribo una expresión similar, pues quiero subrayar que mi mirada es parcial, pero también que entiendo que la realidad se construye desde parcialidades, no desde miradas absolutas o totalizadoras), la lucha desde esa izquierda debe dirigirse a dar cabida en una nueva sociedad a la más amplia gama de modos de vida, a acabar con las prácticas de represión que han acompañado a las sociedades patriarcales y al capitalismo. Por ello, reproducir un modelo de lo, en este caso, vitalmente correcto, no me parece el camino adecuado. Los perfiles de la lucha por una alimentación sana, libre de las imposiciones y adulteraciones de las multinacionales del sector, por una defensa de los derechos de los animales, por el reconocimiento de las diversas identidades sexuales, no pueden ser trazados de manera simplista y dogmática. El capitalismo es capaz de controlar cualquier mercado, independientemente de su orientación, como ha demostrado en numerosas ocasiones. ¿Dónde colocamos, por otro lado, el límite de los derechos de los animales? ¿Hay que prohibir la experimentación médica o simplemente las corridas de toros? No son cuestiones simples, por las implicaciones que poseen.

Como nos recordaba mi añorado Paco Vidarte en su magnífico libro Ética marica, la homosexualidad no supone ningún privilegio ético, dentro de ese colectivo podemos encontrar gente estupenda y nefasta, como entre los veganos o los heterosexuales. La orientación vital no supone ninguna garantía política. Y como el mismo Vidarte apuntaba, de lo que se trata es de construir una lucha plural y enriquecedora, que abra el campo de las prácticas y no nos someta a nuevas normalizaciones que, como toda normalización, acabará siendo represiva. En fin, que no se trata de sustituir un dogma por otro de signo contrario, a dios por el demonio, como hicieron los poetas malditos del XIX, sino de asumir, con Nietzsche, que los dioses han muerto, para que nazcan, finalmente, los seres humanos, con su intrínseca pluralidad.

Profesor de Filosofía.

Universidad de Zaragoza