Desde 1978 la corrupción le ha costado a este país 7.500 millones de euros (1.247.895.000.000 pesetas --quien se atreva que lo lea en alto--). Así se detalla en el estudio de Francisco J. Castañón, Eva Díaz Arévalo y Joaquín Vidal presentado recientemente y que aborda 175 tramas distintas. Bien si damos el (obsceno) dato por bueno o bien por aproximado, no hay duda de que la regeneración democrática es prioritaria en este país. Sin embargo, pasa el tiempo y sigue sorprendiendo que nadie asuma su cuota de culpa ni un sincero propósito de enmienda. Al contrario, la degradación del sistema y de sus mecanismos de control se ve como un proceso tan natural e inevitable como la aparición de arrugas o la caída del cabello.

Uno de los casos más chirriantes es el de las puertas giratorias que conectan poderes públicos y privados. Pedro Sánchez lo negó con virulencia en la precampaña, pero al final Trinidad Jiménez, ese alto comodín del PSOE, será alta ejecutiva de Telefónica. Las bisagras giran también bien lubricadas a favor de Andrea Fabra o Elena Salgado, quien en su día ya se saltó los plazos para recalar en Endesa. Proponer endurecer las condiciones y ampararse en recovecos retóricos para justificar las trampas son ideas incompatibles. Incluso Europa quiere investigar el incesante goteo de exministros españoles en empresas energéticas.

En lo puramente institucional, el PP sigue dando el peor ejemplo con Gómez de la Serna (Congreso) o Rita Barberá (Senado) de cómo, por permisividad o empeño, las garantías diáfanas y constitucionales del aforamiento se pervierten en oscuros refugios de un cinismo irrespirable. Insistir en que solo las urnas depuran y dictan sentencia, parapetándose tras un cargo público o unas siglas, es zanjar la responsabilidad democrática en falso y abrir una brecha cada vez mayor entre ética y política, algo en sí indisociable e inadmisible.

Si de verdad los nuevos tiempos que tanto se nos han prometido desde todas las formaciones tienen algo de diferente, deberán de resolver y superar de una vez la vieja premisa que nos legó el filósofo Manuel Sacristán: "Política sin ética es politiquería y ética sin política es narcisismo". Periodista