Hay que reconocerles una cosa a los independentistas catalanes: son magníficos en propaganda. La idea de identificar a los políticos presos (que no presos políticos) con el lazo amarillo, un objeto llamativo y fácil de llevar, no es original, pero la propia fanatización de los partidarios de la causa lo ha convertido en un objeto masivo. Hasta ahí, nada especial. Lo magistral ha sido convertir ese lazo en un insulto para quienes no comulgan con la causa independentista. O sea, meterlo hasta en la sopa, invadir espacios públicos, convertirlo en omnipresente hasta que el otro bando (a estos extremos hemos llegado) haya llegado al límite de su tolerancia y haya estallado, en episodios puntuales, de momento, pero que amenazan con convertirse en algo más serio y peor. Ciudadanos, que en Cataluña ha mantenido una defensa numantina del constitucionalismo, está a un paso de entrar en una guerra que no sabemos cómo acabará. Sí, la de «tú pones lazos, yo los quito». Esa es la confrontación física que se había evitado hasta ahora y a la que nos dirigimos como dos trenes enfrentados, a toda velocidad. Entiendo que no se puede permitir que un 48% de los catalanes se queden con las calles catalanas por el método de la intimidación. Porque terreno al que se renuncia, terreno que cuesta un mundo recuperar. Ya ha pasado en pequeños municipios, ha pasado en las telecomunicaciones. Por eso, tal vez el Estado español debería estar más presente para garantizar los derechos de todos los catalanes por igual, ya que su propio gobierno está claro que ni lo hace, ni lo hará. H *Periodista