Al menos hay dos cosas que no ha hecho el actual presidente del Goberno de España: no puso en libertad a Santi Potros ni fue a Valencia a fotografiarse con los emigrantes-refugiados del Acuarius. Pero el discurso de Pablo Casado y de otros dirigentes del PP (con algunos de Ciudadanos coreando las estrofas sin demasiada convicción) da a entender que sí. Sometido a unas tensiones inéditas en los últimos decenios y fracturado como nunca en la historia reciente, el ámbito conservador cruje, se agita y busca desesperadamente un mensaje y una propuesta que reconquiste el favor de la ciudadanía.

Llevados por una especie de impulso fatal, Casado y su competidor Rivera se atropellan mutuamente en un intento de demostrar al público quién de los dos es el más patriota, más centralista, más ultraliberal en lo económico y, en suma, más de derechas. Así ha ido tomando forma un populismo reaccionario que asusta a los moderados de Europa y amenaza con llenar el debate político español de fantasmagorías, noticias falsas y golpes bajos.

Trump fascina. Su neofascismo posmoderno (desregulación económica y autoritarismo), que combina el Tea Party, el supremacismo racista y una visión ultraimperial de EEUU, parece tener éxito en amplios sectores de la sociedad norteamericana. Aquí, en Europa y específicamente en España, se toma nota del éxito y de su fórmula: xenofobia, nacionalismo agresivo, mentiras y burricie. De ahí que Casado, recién ascendido a jefe supremo del PP, se haya tirado literalmente al monte, acuciado quizás por la amenaza de su sospechoso máster, en una escalada retórica que se parece cada vez más a la del mejor exponente del trumpismo en el Viejo Continente: Salvi, el de la Liga italiana. La deriva es tan peligrosa como absurda. Sobrevalora intencionadamente las amenazas (cuando no las inventa) y busca una respuesta emocional de sus seguidores. Ello le permitirá jugar otra baza: la interactuación con los secesionistas catalanes, que son el reflejo natural del unionismo españolista... y su mejor argumento.