En el panorama político español se usa y se abusa del término «populismo» para fulminar al adversario, dando por hecho que todos conocemos su significado. Se ha convertido en una muletilla para políticos, periodistas, tertulianos y la ciudadanía. Además, tal es la imprecisión y la vaguedad en el uso del término «populismo», que se está vaciando de todo contenido. El Diccionario de la lengua española de la RAE no aclara nada, ya que no está registrado. Y no está, porque los expertos en ciencias sociales no se han puesto de acuerdo en su significado. Lo que no quita el que aparezcan titulares como: «El populismo mundial libra su batalla en Estados Unidos», «El populismo arraiga en Europa”. Por ello, el populismo es un nuevo fantasma que recorre Europa, como el del comunismo en 1848, tal como expresaron Marx y Engels en su Manifiesto. Por ende, debemos estar preparados para todo, como si estuviera al caer un cataclismo cósmico.

Podemos adentrarnos en la naturaleza del populismo a través de Ernesto Laclau en La razón populista, que lo considera como una forma de construir lo político y que no está asociado con unos contenidos ideológicos determinados. Se trata únicamente de un modo de articulación de demandas no atendidas y marginadas por el gobierno, muy heterogéneas, que pueden ser circunstanciales o diferentes, a través de una cadena de equivalencias, cuyo resultado es la creación de un «pueblo». Un ejemplo nos puede servir para entenderlo mejor: «Supongamos que en una ciudad un grupo de gente pide al ayuntamiento una línea de ómnibus para ir al trabajo. Como tal demanda no es satisfecha, se genera una frustración. Si esa gente ve que a su alrededor hay otras demandas insatisfechas de salud, escolaridad, seguridad, entre todas ellas se crea una cierta solidaridad, y se articulan espontáneamente. En cierto momento la gente se da cuenta que entre todas estas demandas insatisfechas se establece una «cadena de equivalencias», porque todas expresan un rechazo al sistema. Ahí es donde se crean las bases para el populismo, la existencia de un pueblo que se enfrenta al poder establecido. El populismo no es en sí ni malo ni bueno: puede avanzar en una dirección fascista o puede avanzar en una dirección de izquierda progresista, reformista y excepcionalmente revolucionaria. El populismo será fascista cuando se construye sobre sentimientos primarios de la masa, y de izquierda cuando recoge el descontento y preconiza una lucha emancipatoria de la multitud. Esta distinción debería conocerla Susana Díaz y no meter en el mismo recipiente a Trump y Podemos. ¡Vaya nivel intelectual! Eso sí que es populismo, pero del malo. Tal error en una líder política y en conspicuos intelectuales quizá se deba a que se informan de lo que es el populismo leyendo El País y luego lo refutan.

Se ha convertido en normal el asociar mayoritariamente «populismo» a demagogia, como un recurso de algunos políticos para exaltar los instintos primarios y las bajas pasiones de gente con poca formación y dispuesta a votar irresponsablemente en situaciones de desesperación o frustración. Tras esta visión subyace un prejuicio elitista que añoraría un retorno del sufragio censitario y un miedo atroz a una plebe presta al tumulto. Como también una vieja aspiración conservadora de una democracia sin pueblo, sin conflictos, convertida una mera administración tecnocrática de lo ya decidido previamente en círculos muy restringidos. Hecho que nos introduce de pleno en una época pospolí- tica. Igualmente esta visión negativa viene muy bien para los partidos del consenso al centro-PP y PSOE; CDU y SPD-para descalificar a sus adversarios. Y especialmente resulta muy útil para los partidos de la llamada «izquierda» para evitar la autocrítica y así no reconocer que, al haber abandonado a las clases populares, son, en gran parte, responsables de la crisis de la democracia representativa, que está en el origen del surgimiento de otras y nuevas opciones políticas. Marco D´Alamo en El populismo y la nueva oligarquía señala que estamos atravesando una curiosa paradoja de que cuanto más marginado es el pueblo del ámbito de la política, mayor es el uso despectivo y denigratorio del término populismo. Justo cuando menos se tienen en cuenta las aspiraciones del pueblo, más acusan las élites de populistas a todos aquellos movimientos que cuestionen el orden establecido y defiendan que las cosas podrían ser de otra manera y que la creciente desigualdad no es algo natural, producto de un mandato divino. Con ello, demuestran su incapacidad para entender que lo polí- tico tiene una dimensión antagonista, lo que supone que los conflictos son inevitables, sin los cuales no es posible la democracia.

Según Luis I. Sandoval M, afortunadamente estamos constatando que el pueblo poco a poco y en algunos lugares de Sudamérica y en la Europa del sur está recuperando protagonismo político, lo cual es producto de la necesidad imperiosa de ampliar y profundizar la deliberación, la participación y movilización ante las trá- gicas limitaciones de la democracia representativa. En cierta forma sería recuperar el auténtico sentido de la democracia, como gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, como la definió Lincoln. Del, por y para no pueden faltar. La democracia sería desde su origen y definición una forma genuina de populismo