Un hombre mata a su mujer de un hachazo, en Granada; otro intenta envenenar a la suya al tiempo que abusa de sus hijas, en Huesca; en Rumanía se ha escondido el presunto asesino de su exnovia; una madre en Toledo degüella a su bebé, por no hablar de ataques homófobos en Alcalá de Henares, de la agresión a mujeres transexuales en el barrio madrileño de Tetuán o de la promoción en un cuartel de Valencia de un mando condenado por acoso. Son noticias excepcionales por su brutalidad pero no por su frecuencia. En efecto, casi todas han sucedido en una sola semana de un verano, el del 2015, trufado de similares sucesos luctuosos.

Estadísticamente estamos en la media, pero estos crímenes de odio, en la mayoría de los casos, o de demencia, en otros, percuten cada vez con una intensidad mayor. Los llamamos violencia de género y apelamos a las medidas que la sociedad ha puesto en marcha para combatir esta lacra, tales como denunciar los primeros brotes violentos, interesar a los jueces para castigar a los culpables y proteger a los amenazados, disponer de policías suficientes y preparados que garanticen la seguridad...

TODO ESO ES necesario, pero no basta. Es como pensar que los accidentes de tráfico se eliminan con el alcoholímetro. Claro que es importante conducir sobrio, pero de poco servirá mientras que los que no beben rindan culto a la velocidad. También aquí es de capital importancia desacreditar el machismo, castigar al marido que pega a su mujer, estigmatizar las violaciones, perseguir el acoso sexual y no dar respiro a la pederastia.

Pero todo eso, con ser necesario, no es suficiente. Esa violencia de género se alimenta de una violencia latente que goza de buena salud. Venimos, en efecto, de una cultura en la que la violencia ha gozado de gran prestigio. Desde que Heráclito declaró que "la guerra es el padre de todas las cosas" hasta el dictum marxiano de que "la violencia es la partera de la historia", aquí, en Occidente, todo se ha hecho a base de puños. Lo más grave de todo es que este Occidente ha dedicado su inteligencia, que no es poca, a legitimar esa violencia. Hemos justificado la brutalidad de los imperios, de las conquistas de otros países, de la esclavitud de una parte de la humanidad o de la opresión de los más débiles de nuestra sociedad, bajo el señuelo de que esa violencia era el precio del progreso. Y como progreso ha habido, absolvemos de toda responsabilidad a los autores del mundo que hemos recibido. Es un perfecto gesto de blanqueo de la violencia.

Eso ha ido cambiando. Cada vez somos más sensibles al sufrimiento que causa la violencia y, por eso, hoy hablamos de víctimas. Estas siempre han estado ahí, pagando el precio de la historia, pero eran invisibles, es decir, insignificantes. No significaban nada porque lo significativo era el carro triunfal de la historia que caminaba sobre ellas. Ahora empiezan a ser visibles, por eso golpean tanto las noticias de asesinatos y maltratos domésticos de este verano.

Pero solo ganaremos la batalla contra esa lacra social si perseguimos hasta en sus últimos reductos el prestigio de la violencia. Esta va desapareciendo, es verdad, de los manuales, pero sigue escondida en las conductas. Theodor Adorno, un pensador alemán que analizó como nadie el significado de la violencia fascista, dejó dicho que en el gesto del portazo --de cerrar una puerta violentamente-- se encuentra ya "lo brutal y el constante atropello de los maltratos fascistas". Parece una exageración relacionar el portazo con la cámara de gas, pero se entiende lo que quiere decir. Lo que nos aproxima al maltratador es el gesto violento que no tiene en cuenta al otro y solo atiende a sus impulsos; o la decisión personal o política que prima la defensa de una idea sobre el sufrimiento que causa (si los políticos midieran sus decisiones por el sufrimiento que causan en vez de por los bienes que esperan, ¡cuánto ganaríamos todos!); o la voz autoritaria que anula al interlocutor, obligándole a la mudez y al silencio. En esos comportamientos hay una anestesia de la sensibilidad que nos predispone para cualquier atropello.

Nada ayuda menos al maltratado que sumarse al coro furioso de los que quieren linchar al maltratador. Nos engañamos cuando instintivamente nos ponemos del lado de la víctima, como si nada tuviéramos que ver con la incultura ancestral del maltratador. Entre las voces airadas de los que insultan al criminal y el hacha que asesina hay una profunda y fatal connivencia. Por eso nada sería más eficaz para la causa contra la violencia de género que preguntarnos cómo cerramos las puertas. En esa violencia cotidiana se esconde el potencial que algunos, en determinadas circunstancias, traducen en acciones criminales pero que todos alimentamos con conductas que tratan a los hombres como cosas y a las cosas con rabia.

*Filósofo e investigador del CSIC