No lo soportan, se les tuerce el gesto con desagrado. No pueden sufrir que gente normal, que viste normal, que habla normal, que vive normal, pueda tener alguna cuota de poder. El Poder es otra cosa, debe vestir de corbata, comer en sitios caros, relacionarse con las élites económicas, aunque sea hincadas las rodillas en tierra. Por eso, que los perroflautas, los titiriteros, dirijan ayuntamientos, les desquicia.

Antaño, los señoritos recorrían sus haciendas a lomos de sus caballos, altivos, imponiendo su orden. Ante ellos solo cabía bajar la vista, presentar una sumisión silenciosa. El régimen del 78, el de la restauración borbónica, nos trajo una nueva estirpe de señoritos, los señoritos de la política, que hicieron de las instituciones su profesión y coto privado y se acostumbraron a mirar con desprecio desde la altura de sus escaños. Se olvidaron de que el poder les había sido conferido por la ciudadanía para atender a sus necesidades y lo utilizaron con un único criterio: su propio interés. Por ello, cuando ciudadanos y ciudadanas normales han llegado a las instituciones y han comenzado a abordar la política desde otra perspectiva y han cuestionado sus privilegios y modos, su connivencia con los poderes económicos, la reacción ha sido de indignación y desprecio. Llevamos meses viendo cómo desde las filas de esa rancia política y de sus aliados mediáticos se insulta y menosprecia a los representantes de una parte de la ciudadanía, a la que llaman nada menos que tribu.

A la alcaldesa de Barcelona la han llamado gorda (¿tendrá que ver la talla que utilice con la decencia política?), le han recomendado que vaya a vender pescado (¿será indigno vender en un mercado? La mayor parte de la gente que se levanta de madrugada para ir a comprar a los mercados centrales lleva una vida mucho más decente que los Bárcenas y Urdangarin de turno), hemos oído recomendar jabón a diputados de las Cortes por llevar rastas. Olfatos atrofiados a los que no ofende la corrupción que exhalan sus partidos se muestran sensibles a los olores de la plebe. El problema es el de siempre: la maldita plebe.

Zaragoza, Aragón, no se quedan a la zaga. En los plenos del ayuntamiento de la capital ya son habituales las salidas de tono, la grosería y la mala educación de los concejales de PSOE y PP, a quienes se acaba de unir el presidente de la comunidad, quien no ha tenido reparos en descalificar personalmente al alcalde de la ciudad. Los señoritos de la política, que han hecho de las instituciones su sustento y modo de vida (¿alguien recuerda la profesión de Lambán, de Pérez Anadón, de Rudi?), no pueden evitarlo, compartir espacio con estos esgarramantas les revuelve sus delicados estómagos. Constituyen el club, elitista, soberbio, clasista, de los por-qué-no-te-callas, que fundó el suegro de Urdangarin, hermano de Pilar de Borbón. Como escriben las gentes del Comité Invisible en su último libro, titulado A nuestros amigos, "nunca hay que subestimar el resentimiento de los ricos hacia la insolencia de los pobres". Y no hay mayor insolencia que querer hacernos cargo de nuestro propio destino.

Mientras tanto, y a pesar del ruido, los concejales de ZeC siguen a su tarea, levantando alfombras debajo de las cuales aparecen los restos hediondos de décadas de gestión municipal al servicio de las grandes empresas y poderes fácticos. Al parecer, no hay alfombra del consistorio que no oculte algún muerto. La mayor parte de los actuales problemas de la ciudad vienen heredados de la gestión de los señoritos que aun así, revestidos del cinismo de los de su especie, no dudan en cargar contra el equipo de gobierno. Los que trajeron a una dudosa empresa mexicana a gestionar el transporte público de Zaragoza cuestionan a un gobierno que no ha seguido su costumbre: utilizar el dinero de todos para pagar el fin de una huelga.

Se auguran malos tiempos para el consistorio zaragozano. El resentimiento de los señoritos, en muchas ocasiones respaldados, sorprendentemente, por CHA, nos aboca a una situación ingobernable. Quizá debieran ir pensando en oficializar su pacto de clase y sangre y aliarse en la defensa de sus intereses. Su primera medida bien pudiera ser comprar ambientadores, para eliminar el hedor de la plebe. Ahí tienen un programa de gobierno. Profesor de Filosofía. Universidad de Zaragoza